Amor a segunda vista

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES DE LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DE CASTRONUÑO

Título del relato: Amor a segunda vista

Categoría 4 (Adultos)

Autor:   Naiara de la Piedra

Lo que menos me apetecía era ir al notario ese día. Al parecer mi tía abuela me había dejado su herencia. Sin parientes más cercanos era el heredero de su antigua casa del pueblo. ¿Para qué quería yo una casa en un pueblo? Jamás había pisado por allí ni tenía intención. Era un hombre cosmopolita que vivía con todas las comodidades de la capital. Vivía solo en mi ático, tenía un buen trabajo y disponía de cuanto quisiera. Esa casa debía de tener cien años por lo menos y se caería a cachos, pero allí me vi con los papeles en la mano de una casa que seguramente me diera más disgustos y gastos que otra cosa. Quería quitármela del medio cuanto antes así que a las dos semanas fui al maldito pueblo llamado Castronuño. Solo el nombre sonaba arcaico. Por suerte pintaba bien la carretera y el GPS indicaba autovía casi todo el trayecto. Ingenuo de mí cuando al coger el desvío de un pueblo llamado Pollos (este nombre sonaba aún peor) la carretera se estrechó. Empezó a oscurecer y parecía que me metía en la boca del lobo. Los pinares a ambos lados ensombrecían el camino y, por si fuera poco, una vía del tren aparecía de la nada. Mi atención estaba totalmente dirigida a llegar cuanto antes. Tan solo restaban unos tres kilómetros para llegar a mi destino según el GPS, pero sólo divisaba algunas luces tenues. Todos mis temores. eran ciertos cuando llegué a ese pueblo. Dos calles pendientes ascendían. Una de ellas era dirección prohibida por lo que sólo te dejaba una opción. Continué lentamente por la calle principal y afortunadamente la casa estaba al final de ésta. En ese momento, pensé que tenía suerte por no tener que callejear por aquel dichoso pueblo. Deseaba encontrar la casa medianamente decente para dormir, puesto que no me apetecía buscar un hotel a esas horas. El trabajo ocupaba en mí todo el tiempo y aunque, mi idea era llegar antes, la noche se echó encima. Aparqué justo en la puerta y reconocí que era una ventaja que no tenía en la ciudad, pero aquella casa era todo menos acogedora. Los muebles parecían sacados de una película de terror, aunque no cabía esperar otra cosa cuando mi tía abuela había fallecido con noventa y siete años. La casa era grande, de una sola planta con cuatro habitaciones, salón, cocina y baño, pero su gusto estaba completamente desfasado. De las cuatro habitaciones una que no tenía demasiada decoración me pareció menos cutre que las demás. Solo tenía una cama individual, una mesilla de noche y un armario enorme antiguo. Me pareció la mejor opción para dormir. Me fijé en que las sábanas estaban puestas, costumbres de abuelas supuse, al quitar la espantosa colcha. No tenía pinta de ser la habitación donde dormía mi tía abuela y eso me valía por el momento. Con el cansancio pude dormir mejor de lo esperado y no escuché ruidos en toda la noche, cosa a la cual no estaba acostumbrado en mi vecindario.

Al levantarme el hambre me devoraba. Me vestí y salí en busca de un bar para desayunar y ya de paso, comunicar que la casa estaba en venta, además de colocar el cartel de rigor. Si hacía todo aquello era en honor a mi madre y a mi abuela, que me hablaban de ella con cariño, a pesar de no haberla conocido. Pero si hubiera sido por mí, una inmobiliaria se hubiera encargado de todo.

Sin saber qué dirección tomar me dispuse a callejear. En todos los pueblos había un bar así que éste no podía ser menos. Cual fue mi sorpresa cuando llegué a una plaza que escondía un mirador a las riberas de un río. Un cartel de madera indicaba “La Muela “y describía con detalle lo que se podía observar en el entorno. De repente, una paz invadió mi cuerpo quedando embelesado con aquella maravilla natural. Hacía un día de abril primaveral precioso y no dejaba de sorprenderme con aquel bonito lugar. Pero, noté en mi pierna algo que interrumpió ese momento. Un chucho me olisqueaba con afán. No me gustaban los animales e intenté que me dejara en paz, pero seguía en su empeño, provocando que, por poco choque con un lugareño, que nada más verme me preguntó:

  • ¿No serás el sobrino de Eulalia?

Anonadado con aquella pregunta de sopetón y con el perro aún a mi vera, por mera educación respondí:

  • Sí, así es.
  • Pues bienvenido a Castronuño, hijo. Soy vecino de tu tía, que en paz descanse, si necesitas algo ya sabes. Soy Sebas – el lugareño alzó su brazo para estrecharme la mano.

No daba crédito de su amabilidad inminente. No le conocía de nada y tras tres años viviendo en el mismo ático en la ciudad ni siquiera sabía cómo se llamaba ni uno de mis vecinos.

Puesto que parecía amable, le pregunté donde estaba el bar para desayunar algo.

  • Te acompaño, hijo. Cesi te dará bien de desayunar.

En apenas cinco minutos a paso lento llegamos al bar. El perro seguía olisqueando y no pude por menos que preguntarle si el perro era suyo, por no decirle que me estaba hartando.

  • ¡Que va! La verdad es que no me suena este perro, raro porque aquí nos conocemos todos, hasta los animales que tenemos.

Seguidamente, a viva voz entrando en el bar dijo:

  • Cesi, aquí te traigo al sobrino de Lali que quiere desayunar.

Estaba absolutamente asombrado por la acogida de esos lugareños, pero temía lo que me fuera a poner de desayuno. Los bares que frecuentaba eran más estilosos. Un café con leche y una simple tortilla de patata deleitaron todos mis sentidos. Aquello sabía a gloria, con un pan que no había catado de sabor similar en mi vida. Sebas, también se tomó un buen café dejándome mi espacio. Cosa que agradecí inicialmente pero luego aproveché la oportunidad para acercarme a él y comentarle la venta de la casa. Al salir me despedí con un gracias pagando mi cuenta y el café de Sebas. Podía ser muchas cosas, pero no tacaño.  Tras dar cuatro pasos, el maldito chucho estaba allí de nuevo. Hice ademán de darle la orden de que se quedara quieto y no me persiguiera, pero desde luego no era lo mío. No me libraba de aquel perro ni por asomo. Llegué a la casa acompañado y cerré la puerta con garbo con temor a que consiguiese entrar. Tenía que reconocer, para mi sorpresa, que las primeras sensaciones no estaban siendo desagradables. Me disponía a colocar el cartel de SE VENDE en las ventanas cuando llamaron a la puerta. Una señora regordeta, de unos sesenta años, y con el delantal puesto, esperaba en la puerta con una fuente en las manos.

  • Soy tu vecina Conchi. Ten, esto es para ti, unos molletes. Siento mucho lo de tu tía. Nos llevábamos muy bien, ¿sabes? Salíamos a la calle y charlábamos toda la tarde. Tu pareces muy majo también, y eres guapo ¿eh? ¿Te llamas Roberto, ¿no? Ella me hablaba de tí y de tu abuela, de lo arrepentida que estaba de haberse enfadado con ella.

Aquella señora no callaba ni debajo del agua. Sabía la historia de mi familia mejor que yo y mientras no me dejaba ni responder una palabra, me ví obligado a coger la fuente. El olor que provenía de ella era aromático y delicioso. No presté atención a lo que continuaba diciendo y me limité a decir gracias. Juraría que seguía hablando cuando cerré la puerta. La curiosidad provocó que levantara el papel de aluminio de la fuente y después, que probara los bollos que escondía. Intuí que sería algo típico del lugar. Al final haber ido de visita no estaba siendo tan desagradable. Salí de nuevo en busca del Ayuntamiento para publicar también la venta de la casa. Según subí con el coche el día anterior me pareció ver las banderas del Ayuntamiento en la misma calle, pero no estaba del todo seguro. Por una razón desconocida preferí dar una vuelta y volver a aquel maravilloso lugar llamado La Muela y me senté en un banco. La armonía y serenidad que me produjo fueron únicos. Jamás había tenido la sensación de estar tranquilo. La rutina del trabajo, el ruido de la ciudad, las juergas con los amigos… hacían que estuviera en constante movimiento sin dedicarme tiempo para relajarme y pensar. Mi mente se evadió de todo y los minutos pasaban con la brisa pegando en mi cara, con un olor a almendros en flor y diversas aves sobrevolando aquella curva natural que el río formaba. Sin darme cuenta el perro se acurrucó en mis pies divisando el paisaje al igual que yo. No me molestaba. Estábamos los dos en paz.

Cuando el calor de aquel día interrumpió  demasiado mi bienestar, decidí caminar por un sendero donde se disponían desordenadamente un gran número de almendros en flor. Desconocía donde daría lugar, pero no tenía otra cosa mejor que hacer. Aquel camino era de tierra, con ramas de árboles que entorpecían el camino y mosquitos incordiando, pero el perro y yo disfrutamos de la ruta como dos niños en una nueva aventura. El paisaje era precioso y me llené de tranquilidad. Me estaba gustando ese pueblo como jamás me habría imaginado. Un nuevo Roberto tomaba el camino de vuelta dejando el Ayuntamiento a un lado, entrando con el perro en casa y compartiendo el tupper de comida que me había comprado. Un pensamiento inaudito rondó mi cabeza en ese momento: “quizá con una buena reforma esta casa estaría bien para venir de vez en cuando”. Ni yo mismo me creía que dudara de vender la casa. Repasé las habitaciones buscando todos los defectos que echaran abajo mi nueva y repentina idea de reforma. En la habitación más grande, divisé una foto familiar en la mesita de noche. Mi abuela y Eulalia estaban posando de jóvenes en la puerta de aquella casa. Me removió por dentro tanto que todos los bonitos momentos que había pasado con mi abuela rebrotaron en recuerdos por mi mente. Aquella casa estaba llena de historia. Desconocía bien porque ambas dejaron de hablarse, pero lo que parecía ser seguro es que ambas se arrepentían, porque mi abuela siempre me hablaba con cariño de Lali y ella miraba su foto todas las noches antes de dormir.

Si mi madre hubiera estado conmigo en ese momento seguro que también miraría con ternura la foto.

Todo lo independiente que era en la ciudad y el poco cariño que creía necesitar se transformaban en un gran deseo por conservar aquella casa más generaciones y por poder sentir esa paz más a menudo.

Reformé la casa poco a poco y Chotis, mi perro, me acompañó en cada viaje desde entonces. Chotis no tenía dueño y bien supo, antes que yo mismo, que seríamos inseparables.

Con su maravilloso paisaje, sus bollos llamados molletes y su gente me encandiló.

Author: Castronuño

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