La mesa número seis

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES DE LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DE CASTRONUÑO

Título del relato: La mesa número seis

Categoría 4 (Adultos)

Autor: Lourdes Aso Torralba

 

 

Desde luego que la resaca no me sentaba nada bien. Apenas había dormido un par de horas, pues en plenas fiestas de San Miguel resultaba un pecado no salir de juerga, por mucho que a la mañana siguiente los castronuñeros quisieran tener a punto sus cafés. No hubo forma de que el jefe decidiera darnos un día y allí estaba yo, con los ojos abombados y un ejército de tambores resonando dentro de mi cabeza. Por eso, al principio me pareció una alucinación. Era imposible que en la mesa 6 se hubiera sentado el Ilustrísimo Don Quijote de la Mancha. Lo más probable era alguien que había decidido disfrazarse a la antigua usanza y pasearse por las calles atraído por el jolgorio de la fiesta. Me pidió un café con leche, una hogaza de pan con mucha aceite y un par de huevos fritos con tocino. A punto estuve de decirle que el Guacamayo se caracterizaba por los desayunos dulces y que a tan temprana hora de la mañana la cocina no funcionaba para almuerzos de ese tipo, pero como apenas podía arrastrar los pies y los reflejos lingüísticos me habían abandonado, marche con el pedido, pegué un grito y aguarde a que dentro hicieran lo que pudieran.

Yo bastante tenía con lo mío pues ni siquiera me acordaba de si le había dado un beso a Juan o nos habíamos enrollado de verdad. Mi lapsus mental abarcaba varias horas de la noche y hasta que no me metiera el café en vena, no sería capaz de hilar dos ideas seguidas.

Sin embargo, de una cosa sí estaba segura, que en todos los alrededores de Castronuño, ni por donde el embalse de San José, ni en la Vega del Duero se estaba rodando ninguna película de caballeros para la que se requiriese un atuendo como ese, pues cuando tal cosa ocurría, era la primera en acudir a la puerta de los hoteles, cámara en mano y libretita con bolígrafo para robar un autógrafo a los famosos. No, sin duda tenía que tratarse de otra cosa.

Me preparé un café con triple carga, para despabilarme cuanto antes, al menos, antes de que el jefe se diera cuenta de que parecía un pato y las bandejas peligraban con su contenido. Cuando tuve la comanda del señor, me arregle el delantal, tomé aire y me dispuse a recorrer los escasos metros que me separaban de la mesa. Le deje sus viandas con un: “Que le aproveche, señor” y salí corriendo. Las arrugas de ese hombre eran tan profundas que sin duda debía ser más viejo que Matusalén. Olía como a establo y sus dientes estaban tan picados como si nunca en su vida les hubiera pasado un cepillo para limpiarlos. Desde la barra lo miraba de reojo porque primero zampó con prisa como si no hubiera probado bocado en días, sin usar ni cuchillo ni tenedor y desde luego que esos modales llamaban la atención de cualquiera con buenos modales.

Ni cuenta me había dado de que en la mesa cuatro estaba Catalina, la aspirante a Miss Valladolid, una jovencita más seca que la estampa de la Misión y que se había obsesionado tanto por su figura, que había terminado ingresada en la Unidad de Trastornos Alimenticios hasta que se le pasó un poco la tontería de que no debía comer si quería meterse en unos pantalones de la talla treinta y dos. Recordaba su caso porque decía a mi hermana que era muy inteligente y sacaba todo matrículas con apenas leer una vez las lecciones. Demasiada responsabilidad y autoexigencia en busca de la perfección la arrastraron hacia ese callejón oscuro de la anorexia y, desde luego, su testimonio era espeluznante pues contaba que tras mirarse a los espejos, le devolvían una imagen que a ella le disgustaba mucho, aunque apenas se tratara de huesos pelados, un trastorno que ya estaba superando. Encima de la mesa tenía un par de cruasanes de chocolate, un zumo de piña y un café con leche. La resaca también podía con ella pues aquello le formaba bola en la garganta y apenas podía masticar. Al Quijote se le salían los ojos de las cuencas mirando el plato de comida y, tras frotarse un par de veces la sesera, no pudo más que decir:

-Mi muy estimada doncella, si usted le hace ascos a eso -señalando lo que tenía delante de sus narices- muy gustoso le pasaría cuenta yo, que llevo trotando por los caminos más de una semana y me ruge el estómago demandando una ración como Dios manda. En las alforjas apenas me quedaba un chusco de pan tan duro que ha acabado con el último de mis dientes y, créame si le digo que el vino hace días que se evaporó de la bota. Apiádese usted de este viejo Hidalgo que no hace sino pelear contra gigantes para defender los honores de mi bienamada Dulcinea, aunque ni siquiera mi escudero Sancho comprende tal menester. Sea pues que antes de tirarlo a la basura, con mucho gusto le pasaría cuenta si me lo permite.

Con las dos manos se metió grandes bocados que le impidieron articular palabra y, cuando hubo pasado la lengua por el plató para recoger hasta la última miga, ante la mirada estupefacta de Catalina que parecía estar a punto de pedir auxilio, hizo una reverencia, le tomó la mano para besarla hincando la rodilla en el suelo y dijo:

-Como la veo sola y no es bueno que una dama tan bella como usted esté desatendida, desde ahora la protegeré con mi vida y seré su más fiel servidor. Estoy en deuda con usted y puesto que no me quedan reales en los bolsillos, habré de pagarle con mis servicios.

Su vozarrona llegó hasta el último rincón de la cafetería y algunos de los clientes parecían encantados de poder disfrutar de lo que creyeron una representación teatral a esa hora de la mañana. Yo vi abrirse la puerta y entrar a Lucas. Se me aceleró el pulso y aunque intenté prevenirlo, él se dirigió muy ufano hacia la mesa de Catalina con la juerga metida en las entrañas. Se veía a la legua de que estaba más borracho que una cuba y que apenas se mantenía de pie.

-Hombre Catalina ¿dónde te habías metido? Ven aquí, que te voy a dar un beso de tornillo…

Y cayó encima de ella medio desplomado.

Aquel comportamiento del Caballero con la dama, irritó lo suyo a Don Quijote que muy presto a cumplir su cometido protector, desenvainó la espada que llevaba prendida a la cintura y se enfrentó a Lucas de esta guisa:

-Una disculpa debéis a esta encantadora doncella si no queréis morir ya mismo.

-Ja, ja -reía Lucas. ¿De dónde ha salido este tipo?- y se apretaba la barriga porque las carcajadas aún lo desestabilizaban más.

-Juré protegerla debidamente y usted acaba de importunarla de una forma demasiado grosera. Vergüenza debería darle ofender así a una dama y, puesto que no está en un burdel y esto es una casa de bien, tiene un minuto para arrepentirse si quiere salvar su vida, que a peores enemigos me he enfrentado ganándoles siempre con notable ventaja. Ya ve usted que estoy en buena forma y mi espada recién pasada por la piedra relumbra.

-Disculpe usted, disculpe señorita -dijo Lucas antes de desplomarse cuán largo.

Don Quijote pareció satisfecho con el discurso pues envainó nuevamente la espada y solicitó que apartaran de su vista al indeseable, (así que entre cuatro lo arrastraron hasta el banco de la plaza para que pudiera dormir la mona) y regresó junto a Catalina que todavía estaba recuperándose del susto. El brillo de la espada y el ruido al blandirla tan cerca de sus narices le habían arrancado el color de la piel.

-Mi doncella, no llore usted, que se le empaña la hermosura y no es cuestión de que dama tan bella se aflija desta manera. No se me vaya a desmayar usted también, que mal color ya hace usted ahora. Como vea que me arrepiento de haberle arrebatado las viandas, a ver si esta noble posadera tiene a bien acercarle unas hierbas para apaciguar sus nervios. ¡Posadera! Venga prestó, que la doncella está descompuesta y necesita algo para templar su bello cuerpo casadero. Por dios qué está usted en los huesos, señorita, disculpe que le diga, pero unos buenos huevos le harían más bien que esos extraños bollos con forma de cangrejo de mar.

Y en vista de que Catalina estaba más muerta que viva, tan callada que parecía que se había tragado la lengua, Don Quijote se animó lo suyo para contar avatares de su vida y entretener (según él) los bocados de esos dientecillos de conejo, tan discretos como la más exquisita dama educada en la corte de Palacio.

-Verá usted, mi muy estimada damisela, dispone usted de más lujos de los que yo he soñado jamás y aun así, veo tristeza en sus ojos y parece descontenta consigo misma. Haría bien en olvidarse de esos diabólicos espejos que no hacen más que confundirla, pues le digo yo, que de mujeres entiendo lo suyo, que es usted una joya muy digna a la que tratar con la mayor delicadeza del mundo, pues la inocencia resbala por sus mejillas y la pesadumbre cesará en cuanto encuentre usted a su galán. Nada importa lo que los demás digan, que tanto en tierras castellanas como en las aragonesas, el pueblo llano se aburre y le da la lengua con demasiada frescura, sin mentar que a lo mejor se están pasando con sus fábulas y diretes falsos unos cuántos pueblos y qué hace bien quien calla, como hace usted, noble virtud la suya, pues la palabra dicha no puede regresar a la boca y causa heridas como las suyas a las que les cuesta sanar. Unos pocos días a lomos de mi Rocinante para que viera usted lo que se guisa y regresaría como nueva, pues créame, tamaño privilegio el suyo al llevar un calzado nuevo y un traje de paño fino. He visto creadas con harapos, pies descalzos y manos mucho más ajadas que las suyas. Respecto a su figura, tonta es usted (si me permite sincerarme) si teniendo comida en el plato prefiere echarla a los perros en vez de al buche, pues si se descuida, para cuando se acostumbra a no comer la habrá palmado siendo una preciosa joven casadera.

Tomó un poco de aire, empinó un poco el vaso de vino y aún prosiguió un rato como si fuera un padre aconsejando a su pupila, que se vio interrumpido cuando entraron los policías municipales preguntando de quién era el caballo que estaba mordiendo las flores del jardín, atado sin permiso a una de las vallas de la fuente y ensuciando de mierda el suelo donde más tarde correrían los niños.

No hizo falta mucho más pues Don Quijote enseguida reconoció su culpa.

Vuestras Mercedes disculpen, pero esta dama necesitaba mi ayuda. Ahora parece ya que ha recuperado el ánimo y yo ya le he prodigado mis servicios. El deber me llama y he de partir prestó para seguir limpiando los caminos de malvados gigantes que intentan ganar a este noble caballero pero que todavía no han logrado vencerle. ¡Rocinante, arre, que aquí ya hemos terminado!

Y ante la mirada atónita de los guardias, que no sabían si estaban dentro de una ensoñación o acababan de ser burlados por un tipo muy listo, una nube de polvo ocultó el brillo de la armadura del ilustre Caballero.

Catalina se acercó a la barra para pedirme la cuenta y estaba más risueña que de costumbre.

-¿Ha pasado de verdad? No sé, pero para mí que anoche me metí a algún tripi porque esto es lo más alucinante que me ha pasado nunca. Alucinante de verdad. Mucho más que desfilar por la pasarela.

-Juraría que ha pasado de verdad, Catalina. Habéis hablado mucho, ¿qué te ha dicho?

Y como si de un secreto inconfesable se tratara dijo que una dama no desvela nunca las fuentes de su caballero y que no podía reproducir la conversación sin correr el riesgo de mancillar la memoria de ese ilustre Don Quijote de la Mancha.

Lo que sí ocurrió fue que Catalina dejó de hacer el tonto con la comida y se la veía disfrutar sin usar los cubiertos en las raras ocasiones que ocupaba la mesa número cuatro que había compartido con el personaje de caballería que había blandido una espada para defender su honor.

A mí me dio por pensar que el Guacamayo no había sido elegido por casualidad. Solo deseaba que las paredes guardarán silencio, pues si se les ocurría a contar todo lo que sabían, todo lo que habían oído en las largas tertulias de sus muchos años de oficio, a más de uno le saldrían los colores, empezando por mí.

Author: Castronuño

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