I Concurso de Relatos Breves de la Biblioteca Municipal de Castronuño
Título: Un día aquí
Autor: Esther Álvarez Seoane
Categoría 4 (Adultos)
UN DIA AQUÍ.
Es imposible, relatar en unos pocos folios, lo que para mí, supone este lugar.
Castronuño, allí nací, crecí y tras un tiempo alejado he vuelto, a ratos, a días a temporadas.
Me integro en el paisaje, en sus campos, sus fuentes, sus caminos, con sus gentes, sintiéndome acompañado, arropado.
Aquí la soledad no existe, no está, no es, salvo la elegida, esa con la que uno mismo quiere convivir.
La alegría de los despertares, tan diferentes a los de las grandes urbes, sin prisa, desperezándome junto al día. Amaneceres tranquilos, cada mañana distintos, aunque la rutina diaria haga que parezcan idénticos.
El café humeante, oloroso, me acompaña mientras observo el devenir del alba, ese jardín cambiando de color por minutos, con cada rayo de sol; sigo sin prisa, deambulando por la casa, sin ruido, solo roto por el cantar de algún gallo, o de los pájaros, pero incluso estos son tiernos sonidos, no ruidos.
Ya en la calle, casi de madrugada, un paseo, de nuevo diferente, agradable frescor en verano, frio intenso, (fresco, decimos por aquí), en diciembre.
Amo esos días de niebla, en los que me siento protegido por una burbuja de nubes, literalmente estoy en “las nubes”. Paseo solo, callado, sin esos horribles cascos del aparatito de radio, no me gustan, me impiden oír el silencio, bombardean con sus estruendosos anuncios, y sus noticias, siempre las mismas, siempre mentiras.
Yo solo quiero escuchar el mutismo del invierno, envuelto en su misterio, o el bullicio cantarín de los primeros rayos de luz en verano.
De regreso del paseo matutino, el pueblo, sus gentes ha comenzado a despertarse, “buenos días”, unos paseantes menos madrugadores, “buen día va a hacer hoy” el campesino que va a laborar sus tierras.
Conforme voy acercándome al pueblo, los olores, comienzan a invadir mis sentidos, olor a pan recién horneado, a pastas, a bollos, cada día, ese olor a mollete, me retrotrae a mi niñez. La abuela haciendo esos dulces de Semana Santa, tan típicos de Castronuño.
El turrón blando era la navidad, los molletes, la primavera. Olores, sabores que ya forman parte de mi código genético.
Tras su rastro llego directamente a la tahona, ahí es el primer contacto del día con mis paisanos, y siempre, como antes, sin prisa, las primeras charlas, noticias diarias, no hace falta prensa local, aquí solo existe lo que te cuentan de viva voz compadres y comadres.
Regreso a casa, misión imposible, nunca llego a mi destino a la hora prevista, las paradas en el camino son continuas, y este, se hace interminable. La conversación con todo aquel que te cruzas, el motivo, no importa, cualquier tema es interesante, el tiempo, el campo, las cosechas, los majuelos, el futbol, la avería del coche, la comida a preparar, los hijos, sus estudios, sus trabajos. Todo se pregunta, y todo se contesta, como en una gran familia donde no existen secretos, solo los no contados.
Decido, no pararme más, llegar a mi destino, porque a pesar de que aquí el tiempo se para, la realidad no es esa, sencillamente, va más lento, pero, va, avanza.
No lo consigo, me olvido, “¿dónde vas con tanta prisa?” (Por dios, ¿qué prisa?), si hace tres horas que salí de casa, “¿hace un café?, no es necesario que te insistan, efectivamente apetece uno; otra charla, quizá más íntima, consistente, con fundamento que diría mi abuela, o relativamente banal, nunca sabes dónde ni con quien vas a tomarlo.
Se va pasando la mañana, en realidad ha pasado ya, y yo, que había hecho planes, descansar, vivir tu soledad, leer…, en el fondo te da igual, has compartido anécdotas, problemas, y sus posibles soluciones, con tus convecinos, con tus amigos.
No se perdió la mañana, se ganó en relaciones humanas, esas que faltan en las ciudades. Se aprende del contacto con la gente, siempre hay algo que aportar, que te aportan. Ya leerás por la tarde, o no…
En Castronuño, los planes se hacen, pero no se cumplen, o al menos yo no los cumplo…
Y llega la tarde, esas plomizas de verano, sol abrasador, luz inmensa de Castilla tardes de siesta al frescor del adobe, en ellas, es cuando el tiempo no existe, ni los lugares, casi no hay vida. El calor es tan sofocante, que solo te permite disfrutar de tu casa, a oscuras, silenciosa, de nuevo el silencio, la siesta, bendita siesta, y un buen libro al despertar.
Alguien llegará a pasarla conmigo, a invitarme a caminar, nunca me niego, es el momento de dar un paseo por la muela, al anochecer, observando el río y sus luces.
A veces camino solo, como en la mañana, me gusta contemplar el agua con la calma del atardecer.
Y espero impaciente la noche, cuando baja la temperatura unos grados, entonces se puede salir al fresco, (aún se sale al fresco las noches de verano), yo prefiero la oscuridad de mi jardín y contemplar las estrellas, están tan vivas que “ se tiran a la gente”, decía mi padre.
En mi quietud, noto como se mueven, van avanzando en el firmamento, cambiando de lugar en el discurrir de la noche. Es algo misterioso que siempre me ha asombrado.
Hay otros momentos, que también son únicos, y son las tardes de invierno, cuando el frio es tan intenso que no apetece moverse de casa, esas si se aprovechan para leer, al lado de un buen fuego, y un chocolate, tardes efímeras, porque las noches son interminables, Esas son especiales para saborear la soledad que he venido a buscar.
Y así, aquí, pasan los días y las noches. Con ligeras diferencias estacionales, el pueblo, sus gentes son siempre los mismos.
Los fines de semana se me hacen cortos, deseo que lleguen esos días de vacaciones, verano, navidad, semana santa, y de nuevo otra vez verano, donde puedo sentir la sucesión del tiempo, un día tras otro, disfrutando de este pueblo, mi pueblo, de mis paisanos, tan distintos a mí, y a la vez tan similares.
Anhelo ese momento, en que pueda disfrutar de este lugar indefinidamente, sin tener que pensar en la rutina de la vuelta a los quehaceres diarios. Tengo la sensación de ser el niño que no quiere volver al colegio. Quizá soy el crio que se conforma con los días de juegos, y no necesita más para ser feliz; porque aquí en Castronuño solo necesito paz interior, tranquilidad de espíritu, los paisajes, los silencios, las gentes y entonces, en mi soledad, me siento completamente acompañado, arropado, y teniendo en cuenta que la felicidad completa no existe, siento algo que se le asemeja, SERENIDAD.
FIN
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