II Concurso de relatos breves de la Biblioteca Municipal de Castronuño
Título: Viaje a La Gran Florida del Duero
Autor: José Luis Bragado García (Valladolid)
Categoría 4 (adultos)
VIAJE A LA GRAN FLORIDA DEL DUERO
A mis once años, era la primera vez que me subía a un tren y la experiencia me llenaba de entusiasmo, de ese que se nota por fuera y no deja estarte quieto. Soy el menor de tres hermanos, pero entre el segundo y yo hay una diferencia de diez años, lo que hacía que mientras mis hermanos ya se habían convertido en árboles que dan sombra, yo estaba por ser, no tenía sombra ni casi historia, era tan sólo presente pequeño, mero estar, ver y sentir a la sombra de los grandes. Habían llegado las vacaciones escolares, y para que me fuera haciendo hombre y, no me ocurriera lo que a mi hermano mayor, que a pájaros se le fue la vida, entre el vuelo de ser niño a nidos, mozo a estudios, maestro del envés del cero, para luego terminar de puerta en puerta vendiendo “machados” de Campos de Castilla y, “guillenes” de brillo y verso. El caso es que allí estaba, sentado en un banco de madera de aquel tren, a finales de los años cincuenta del siglo pasado, en compañía de un familiar lejano de mi padre que retornaba al pueblo para cosechar.
Tras un emocionante viaje llegué a Valladolid y, con coche de línea incluido, arribé a la casa de mis tíos en un pueblo llamado Castronuño. El pueblo, es un palco privilegiado junto al Duero. Sus casas son ancestrales. Puertas y ventanas soportan el cincelado del tiempo; ese desgaste fino de soles y lunas rodando sobre sus paredes de ladrillo. Lo más elevado de él, es la suntuosa espadaña de la iglesia de Santa María del Castillo; cuyos vanos de ladrillo, albergan dos campanas. La iglesia, construida con un estilo románico tardío, está hecha con piedra de sillarejo de inicios del gótico.
Llevaba cuatro jornadas en medio de esta hermosa planicie y, aquel día, me embargaban la sensación de bochorno y tedio, ya que nada más podía esperarse de aquella tarde de domingo. Pues transcurría con esa cansina lentitud inherente al umbral del estío, y sabía como poner a prueba los resortes que manejaban mi tranquilidad; la quebradiza paciencia de un chaval de diez años que anhelaba conocer todos los rincones de aquel hermoso lugar. El hastío se convertía de esta manera en compañero indeseable, durante esas largas horas de sol abrumador que median entre la comida y el refrescar del crepúsculo. Era la hora de la siesta. Y no es que los niños durmieran a esa hora en el pueblo –siendo huérfanos de mis inquietudes- lo que ocurría es que acababa de llegar y, aún no conocía a nadie. Y en ese instante de aburrimiento, como ocurría a partir del día de mi llegada, desde el portalillo, observé a aquel anciano montado en una herrumbrosa bicicleta, remendada con alambres y enlucida con infinidad de brochazos azules, rojos y negros.
El viejo Tomás lograba avivar mi curiosidad, que hasta ese momento yacía aletargada sobre una silla de nogal, rodeado de sudor, penumbra y desespero. Yo le seguía con la mirada, oculto tras la puerta entreabierta, curioso, contemplando el pedaleo cadencioso con sus alpargatas de esparto, las perneras del pantalón recogidas con un cordel y la admirable fidelidad de un perro –también viejo- que sin necesidad de correa, caminaba arrimado a la rueda trasera.
Y sin pensarlo dos veces, decidí seguirle con la bicicleta pequeña que me había conseguido mi tío. Lo haría a una distancia prudencial, eludiendo de esta forma que se percatara de mi presencia. Por fin había encontrado algo con lo que entretenerme… Pedaleamos por un camino que salía del lado contrario del río hacia un pinar que semejaba una enorme mancha verde en medio del campo. Atravesamos rastrojos que dormitaban su olvido en medio de la llanura, y tierras con mieses preñadas a punto de segar. Conforme ascendíamos por el camino, las perturbaciones creadas por el hombre se diluían en la austeridad del silencioso pinar. El aire no tardó en envolverse de aromas tenues a espliego, retama y tomillo. El camino, agreste, dificultó mi marcha –la de un inexperto ciclista- e hizo que poco a poco perdiera de vista a Tomás. Seguí las huellas de su bicicleta hasta donde me fue posible. Cansado, me bajé a reposar sentándome sobre unas piedras, intentando recordar el paisaje por el que acababa de transitar pensando en la vuelta.
Llevaba un rato ensimismado, cuando una mano presionó mi hombro. Sobresaltado, me puse en pié, girando mi cuerpo para ver quién era. Fue entonces cuando le vi de cerca. Su tranquilizadora mirada disipó mis miedos y, una amplia sonrisa desbordada de franqueza ganó mi confianza. Comenzó a hablarme y, me aconsejó que le siguiera, porque parecía que se estaba formando una tormenta y era peligroso quedarse allí. Me condujo hasta la casa de mis tíos; y, mientras ambos bebían un poco de vino, mi tío le fue contando el motivo de mí llagada al pueblo.
Nos hicimos muy amigos. El viejo Tomás se convirtió, durante el resto del verano, en el compañero que siempre había deseado tener. Y, en un maestro formidable. El mejor. Y así, gracias a él, comprendí la necesidad de desentrañar los secretos que, celosamente, guardaban el embalse de San José y las llanuras de la tierra de mis padres y abuelos. Aprendí a diferenciar el trigo, de la cebada y el centeno. A emocionarme con la contemplación de las aves de presa. Nos acercamos hasta el carrizal donde reposan la garza, real, el azulón, e infinidad de aves y, a maravillarme con la eficacia cazadora del aguilucho cenizo. Así mismo, -en ocasiones- contemplé, la increíble envergadura de las avutardas.
Tomás, era una enciclopedia rural; había ejercido de jornalero toda su vida, haciendo de pastor cuando se requería, de esquilador temporero, de albéitar si el caso lo demandaba, de dulzainero en la fiesta, de maestro ocasional, y además, como era poeta, rimaba pareados con las tres últimas letras que hacían las delicias de todos. Le recuerdo llevando siempre, un librito de poesías de Antonio Machado.
Aquel verano, aprendí lo que costaba cosechar el cereal en aquellos tiempos. El primer día que le acompañé; había comenzado el momento de la siega. Cuadrillas de segadores hoz en mano llenaban el campo. Jornaleros que trazaban en la llanura la doblegada curva de su segar y, ante mi asombro, miraba sus acuñadas manos sin que pudiera caberles una mancadura más. Salían del duelo de segar una tierra, para meterse en el quebranto de otra y; así cincuenta o sesenta días estuvieron. Día a día, de sol a sol, no parando más que en las fiestas grandes de Santiago y la Virgen.
En lo que a mi respecta, aprendí a tenerme en pie sobre el trillo. Me gustaba dar vueltas al redondel de fuego del solar de la era, iniciándome así en el “porvenir del jornalerismo” que al regreso a la ciudad, me sirvió para no descuidar los estudios y hacerme “hombre de provecho”, como querían mis padres.
Hoy me viene al recuerdo, aquella mañana en “la Muela”. Contemplábamos la “Ribera de Castronuño”, esa majestuosa y verde “Vega del Duero”. Amanecían los cielos dorados de tanta luz acumulada. En el aire, el carrizal, teñido de cobrizo temblor, se mostraba glorioso en aquel instante al trasluz. La brisa hacía que volaran erráticos los aromas de tomillos, retamas y cantuesos, llenando nuestros pulmones de vida. Tomás me habló del respeto al aire, al agua; al paisaje; a los animales; a las plantas; al hombre… ¡Sobre todo al hombre y a sus tradiciones! Para vivir todos en armonía y libertad. A su vez, me hacía soñar con la belleza de las mieses que crecen en la tierra y, que gracias al sacrificado trabajo de sus hombres y mujeres, a su aliento fecundador, hacen que crezca el cereal en tallo verde y fino sobre la recta línea de los surcos. Describió la primavera, con las frondosas riberas verdes que bordean el ancho caudal del Duero a su paso por los pueblos; todos ellos con sus castillos, iglesias y murallas llenos de historia, todos ellos plenos de torres, arcos y campanarios. Era increíble. Se siente en el corazón, como un sonido de esquilas ancestrales, la ternura primitiva y vegetal de la naturaleza. En el cielo y en el embalse se refleja el sol mientras hay revuelo de aves. El viento mece el tapiz del herbazal. Se respira una paz mística. Por aquí y allá, los tallos de cereal se elevan cada vez más, ascendiendo y anudando su extremidad con sus bellas espigas. Los granos ensanchan hasta encerrarse. La tierra ha cumplido. Entonces el sol dora los tallos y sus espigas. Llega la hora de cortar. De segar. Es la hora del hombre.
Y los hombres recolectan –con ilusión- acompañados de esa rapaz que se precipita desde arriba, rompiendo el aire. De la perdiz que canta medrosa en el frescor de las riberas. De la culebra que repta por el angosto camino. De la mariposa como un arlequín de colores, y en medio, el hombre va viviendo, disfrutando, compartiendo la vida, no llevando la muerte.
En la soledad de las noches, cuando me hallaba en mi habitación, yo solía meditar sobre las enseñanzas de Tomás. Comprendí la comunión ancestral gestada por el hombre, las mulas y la tierra, con la importante presencia del agua en una comarca como esta. Donde sus hombres y mujeres trabajan duro en armonía con la naturaleza y, donde cuidan y guardan sus tradiciones en lo profundo de su corazón; como la de los “Versos de los Quintos”. Donde cada quinto cuenta su corta existencia en verso; algo que se recuerda a lo largo de toda la vida como me explicó Tomás.
Y cómo olvidar aquella noche que, desde la cama, escuché al aire llenarse de bronce. Las campanas de la iglesia volteaban enloquecidas. A su vez, el viento comenzaba a traer humo y olor a chamusquina. Todos los vecinos del pueblo, salimos a la calle. Desde allí pudimos ver como el fuego arrasaba un pinar. Todos fueron a apagarlo. Aquella noche, transido por la impresión del destrozo, la realidad se impuso con violencia. De pronto, descubrí ese brutal y escandaloso desacuerdo entre la vida y la muerte. El incendio me explicaba la vida desde la muerte. Arrojaba a la cara de un niño –sin pudor- esta espantosa realidad. En ocasiones las imprudencias del hombre no sólo las paga él, sino, también los animales y las plantas.
Y entre baños en la playa, enseñanzas y vivencias por los campos, se fue el estío. El verano había concluido, debía retornar a la ciudad del norte para comenzar un nuevo curso. Se acababan las noches llenas de los misteriosos cantos de las aves nocturnas. Noches con las estrellas cayendo –porque caían- como una mansa lluvia sobre la llanura de Castronuño, de Castilla. La vida seguía. Unas aves venían y otras se iban, y con ellas se marchaban, tantas, tantas cosas, que aún hoy las guardo en mi corazón bajo la forma de melancólicos recuerdos. Han pasado muchos años desde la muerte de Tomás. Sus enseñanzas dejaron en mi corazón su impronta. Jamás he olvidado aquellas palabras con las que colmó generosamente mis ansias de aprender. Su trato fino y, conversación relampagueante, con que me fue leyendo lo que era la existencia, el amor a la tierra ¡A su tierra! ¡A Castronuño! En el verano más feliz de mi vida.
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