SEGUNDO PREMIO
II Concurso de relatos breves de la Biblioteca Municipal
Título: La locura del conocimiento
Autor: José Luis Baños Vegas (Salamanca)
Categoría 4 (adultos)
No hay loco de quien algo no pueda aprender el cuerdo.
Calderón de la Barca
En rigor, nada hacía presagiar que aquel chiguito, con aspecto escuchimizado y la cabeza a pájaros, llegara a ser alguien en la vida; a lo sumo y si nada se torcía, profetizó don Higinio, el maestro, después de atizarle sin compasión unos cuantos reglazos en la palma de la mano, ayudaría a su padre en la vieja fragua de la herrería y, pasados unos años, aprendería a duras penas el oficio. Tampoco don Elpidio, el cura, a quien todos los parroquianos de Castronuño consideraban un santo varón que algún día llegaría a los altares, le auguraba un porvenir prometedor; y más cuando, sin venir a cuento, el alocado rapaz comenzó a tocar la campanilla de manera desaforada una mañana de domingo durante la celebración de la misa mayor en la iglesia de Santa María del Castillo, sobresaltando al pueblo entero, comenzando, claro está, por las graves y vigilantes autoridades que ocupaban por derecho propio la primera fila de bancos de la iglesia; en lo que acabaría siendo su primer y último día de monaguillo.
Con semejantes antecedentes, a nadie debería extrañarle lo más mínimo que el padre de Crispín (que así se llamaba el angelito en cuestión) no pusiera ni un solo reparo cuando aquel fraile con pinta bonachona y sonrisa de oreja a oreja, que recorría la provincia de Valladolid montado en una vieja Guzzi con la única intención de reclutar almas cándidas con las que llenar el internado de la capital, le prometió meter en vereda a su vástago hasta hacer de él un hombre de provecho. Además, el susodicho religioso, posiblemente licenciado cum laude en zorrería frailuna, también le aseguró, con una verborrea digna de un sacamuelas, que apenas tendría que desembolsar cantidad pecuniaria alguna por la formación y manutención de su hijo, puesto que tanto el Estado benefactor como la congregación religiosa, a la que él mismo pertenecía desde temprana edad, ya se ocuparían de hacerlo en su nombre.
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría: 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
Claro que lo que al satisfecho herrero le pareció miel sobre hojuelas, a su media costilla le removió las entrañas cuando se enteró de la apresurada decisión del cabeza de familia; más que nada porque, además de no haber tenido en cuenta su opinión en un asunto tan directo y peliagudo como ese, nunca había estado en su pusilánime ánimo de ama de casa desprenderse así como así de uno de los cuatro frutillos de su vientre, por mucho que un miembro del Clero, a quien ella misma había visto de refilón montado en una destartalada motocicleta con dirección a la escuela del pueblo, jurara y perjurara que la única intención de la congregación, a la que él representaba, era darle una educación lo más esmerada posible para que el día de mañana pudiera llegar a ser un hombre de bien. Tras alguna que otra discusión marital sin que ninguno de los esposos diera su brazo a torcer en lo relativo a cuál debería ser lo más conveniente para los intereses de su primogénito, al final prevaleció, como no podía ser de otra manera, el sentido práctico del asunto, y los dispares pareceres de los esposos terminaron convergiendo en el momento mismo que llegaron a la conclusión de que una boca menos que alimentar no era mal negocio, puesto que supondría un desahogo, por pequeño que fuese, para la maltrecha economía familiar.
Las avispadas hordas frailunas de la capital no tardaron en darse cuenta del enorme potencial que atesoraba Crispín para saltarse el reglamento a la torera y meterse en todo tipo de problemas con sus compañeros de internado. De nada sirvieron los muchos consejos, siempre tan juiciosos, con que sus superiores pretendían meter algo de cordura en aquella cabeza de chorlito, y que a él parecían entrarle por un oído y salirle por el otro. Y si no fue arrojado a patadas de aquel lugar de recogimiento donde imperaban el trabajo, el estudio y la oración, se debió en gran medida a la providencial intercesión del nuevo profesor de Lengua y Literatura, un fraile alto y enjuto que adornaba su rostro aguileño con una rala barba, y que, por haber trabajado de docente
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría: 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
durante algunos años en Roma, tenía cierto peso, al menos pedagógico, dentro de la congregación.
Ni que decir tiene que nadie en el internado se explicaba la razón que había llevado a aquel misterioso fraile, versado en lenguas muertas, a erigirse en improvisado valedor de un mocoso que, todo sea dicho, parecía tener, además de azogue en la sangre, perturbadas las entendederas. Pero el profesor vaticano, seguramente impulsado por la fuerza apostólica que siempre otorga la verdad, argumentó en plan profético que todo ser humano, como diminuto trozo de barro sabiamente moldeado por las manos del Supremo Hacedor, necesita ser encauzado de manera adecuada; y si se trataba de alguien que, como en el caso que ahora nos ocupa, había sido esculpido con distinto barro −o, a lo sumo, con el mismo pero de inferior calidad−, no por ello merecía ser abandonado a su suerte en este mundo de desaprensivos.
Bajo el auspicio del docto fraile, pronto comenzó para Crispín un viaje iniciático hacia los recónditos manantiales del conocimiento, y cuyo resultado se presagiaba tan incierto como el espacio de tiempo que el resuelto profesor de Literatura fuese capaz de aguantar las barrabasadas del inadaptado mozalbete. Y como demostrado está que las razones descompuestas o carentes de todo rigor son verdaderos nidales donde se ceba el desaliento, el docente venido de Roma se olvidó por completo de la rigidez que, según dice gente ducha en estos menesteres, siempre ha de gobernar toda relación maestro-discípulo, y mostró desde el principio la apacibilidad de su carácter y la fluidez de su verbo, haciendo que sus amenas enseñanzas no tardasen en conformar una ínsula de sensatez en el atribulado universo crispiniano.
Partiendo de que la sabiduría no conduce a la felicidad, sino más bien todo lo contrario, y que, por tanto, la razón es enemiga natural de la propia vida, los conocimientos que iban penetrando a raudales en la mente de Crispín fueron sumergiéndolo en un embravecido mar de tribulaciones existenciales, a cual más difícil de discernir, que se incrementaron en gran medida
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría; 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
con el pasar de los años. Por todo ello cuando, ya de joven, dejó provisionalmente el internado de frailes de la capital para regresar a Castronuño, mucho había cambiado en el interior de aquel chiguito más movido que el rabo de una lagartija y al que parecía faltarle un hervor. Y enseguida su caletre lo llevó a enzarzarse con don Higinio, el maestro −quien, por aquello de que la letra con sangre entra, había dedicado más de cuarenta años de su vida a repartir reglazos a diestro y siniestro entre generaciones enteras de alumnos− en una acalorada discusión sobre la sublime locura de la verdad, la cual, según su opinión y en contra de la del maestro, no es otra que el amor por la justicia y, sobre todo, por la libertad; o para polemizar con don Elpidio, el cura, que era un santo varón, al que cierto domingo, a la salida de la iglesia de Santa María del Castillo, le espetó sin ningún tacto algo tan irreverente como que la locura siempre ha formado parte importante del misterio de la fe, puesto que este se hizo carne ni más ni menos que en la vesania de la cruz. Incluso, en la puerta del Ayuntamiento, no le faltaron redaños para decirle a voz en cuello a don Pompeyo, el colérico alcalde nombrado años atrás por el Movimiento, que el poder es un piélago sin fondo donde van a engolfarse los que lo ambicionan, y que, a veces, los locos y los bufones son las personas más indicadas para llevar a buen término el más arduo de los gobiernos; o aconsejarle a don Atilano, el boticario, que deberían reunirse todos los que practicaban en el mundo su mismo quehacer, con el encomiable propósito de elaborar juntos un bálsamo milagroso, parecido al de Fierabrás, que sirviese para sanar las dolencias del cuerpo y, sobre todo, poner un poco de sensatez en la mente de todos aquellos que se creen desprovistos de toda locura.
Como era de esperar, el herrero y su mujer fueron los primeros sorprendidos por la verbosidad que empleaba su primogénito para exponer sus singulares pensamientos, preguntándose una y mil veces si el remedio de mandarlo al internado no habría sido peor que la enfermedad por la que fue enviado. También como era de esperar, las rígidas autoridades de
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría: 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
Castronuño no se anduvieron con remilgos a la hora de vituperar la altivez de aquel joven, hijo humilde del pueblo, cuyo atrevimiento, aderezado en demasía con ideas propias de un alborotador, ya pasaba de castaño oscuro; lo que dio lugar a que enseguida le tildaran de persona non grata aquejada de demencia peligrosa; algo que a Crispín, conocedor como pocos de la vida y milagros de don Quijote, el mayor caballero de la locura que los siglos conocieron, un hidalgo acostumbrado a decir verdades como puños aun a costa de su salud, le importó menos que una perra gorda. Incluso, durante las fiestas de San Miguel, nuestro protagonista se permitió la licencia de explicarles a los vecinos de Castronuño, reunidos en la plaza Mayor a la espera de escuchar el discurso de don Pompeyo, el alcalde, que la locura, además de ser la salsa con que se condimenta ese indigesto manjar al que llamamos existencia, se compenetra muy bien con la cordura, al tratarse de las dos caras de una misma moneda.
Pero como la lúcida y provocadora mirada de un loco sobre el mundo de los supuestos cuerdos jamás ha de posarse más allá de la simple apariencia de las cosas, porque, de hacerlo, podría desvelar incómodas realidades que, más pronto que tarde, terminan por engordar enemistades; el cuerpo sin vida de Crispín apareció uno de aquellos días entre los juncos de las riberas del Duero. Lo que para la gente de aquella comarca, comenzando por las interesadas autoridades, fue tan solo el desventurado accidente de un joven que nunca anduvo bien de la mollera; para su maestro, el docto fraile venido de Roma, se trató, sin duda alguna, de un nuevo y despiadado castigo infligido por las imperecederas huestes de la sinrazón contra la más peligrosa locura que ha conocido el ser humano: la del conocimiento.
No hay loco de quien algo no pueda aprender el cuerdo.
Calderón de la Barca
En rigor, nada hacía presagiar que aquel chiguito, con aspecto escuchimizado y la cabeza a pájaros, llegara a ser alguien en la vida; a lo sumo y si nada se torcía, profetizó don Higinio, el maestro, después de atizarle sin compasión unos cuantos reglazos en la palma de la mano, ayudaría a su padre en la vieja fragua de la herrería y, pasados unos años, aprendería a duras penas el oficio. Tampoco don Elpidio, el cura, a quien todos los parroquianos de Castronuño consideraban un santo varón que algún día llegaría a los altares, le auguraba un porvenir prometedor; y más cuando, sin venir a cuento, el alocado rapaz comenzó a tocar la campanilla de manera desaforada una mañana de domingo durante la celebración de la misa mayor en la iglesia de Santa María del Castillo, sobresaltando al pueblo entero, comenzando, claro está, por las graves y vigilantes autoridades que ocupaban por derecho propio la primera fila de bancos de la iglesia; en lo que acabaría siendo su primer y último día de monaguillo.
Con semejantes antecedentes, a nadie debería extrañarle lo más mínimo que el padre de Crispín (que así se llamaba el angelito en cuestión) no pusiera ni un solo reparo cuando aquel fraile con pinta bonachona y sonrisa de oreja a oreja, que recorría la provincia de Valladolid montado en una vieja Guzzi con la única intención de reclutar almas cándidas con las que llenar el internado de la capital, le prometió meter en vereda a su vástago hasta hacer de él un hombre de provecho. Además, el susodicho religioso, posiblemente licenciado cum laude en zorrería frailuna, también le aseguró, con una verborrea digna de un sacamuelas, que apenas tendría que desembolsar cantidad pecuniaria alguna por la formación y manutención de su hijo, puesto que tanto el Estado benefactor como la congregación religiosa, a la que él mismo pertenecía desde temprana edad, ya se ocuparían de hacerlo en su nombre.
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría: 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
Claro que lo que al satisfecho herrero le pareció miel sobre hojuelas, a su media costilla le removió las entrañas cuando se enteró de la apresurada decisión del cabeza de familia; más que nada porque, además de no haber tenido en cuenta su opinión en un asunto tan directo y peliagudo como ese, nunca había estado en su pusilánime ánimo de ama de casa desprenderse así como así de uno de los cuatro frutillos de su vientre, por mucho que un miembro del Clero, a quien ella misma había visto de refilón montado en una destartalada motocicleta con dirección a la escuela del pueblo, jurara y perjurara que la única intención de la congregación, a la que él representaba, era darle una educación lo más esmerada posible para que el día de mañana pudiera llegar a ser un hombre de bien. Tras alguna que otra discusión marital sin que ninguno de los esposos diera su brazo a torcer en lo relativo a cuál debería ser lo más conveniente para los intereses de su primogénito, al final prevaleció, como no podía ser de otra manera, el sentido práctico del asunto, y los dispares pareceres de los esposos terminaron convergiendo en el momento mismo que llegaron a la conclusión de que una boca menos que alimentar no era mal negocio, puesto que supondría un desahogo, por pequeño que fuese, para la maltrecha economía familiar.
Las avispadas hordas frailunas de la capital no tardaron en darse cuenta del enorme potencial que atesoraba Crispín para saltarse el reglamento a la torera y meterse en todo tipo de problemas con sus compañeros de internado. De nada sirvieron los muchos consejos, siempre tan juiciosos, con que sus superiores pretendían meter algo de cordura en aquella cabeza de chorlito, y que a él parecían entrarle por un oído y salirle por el otro. Y si no fue arrojado a patadas de aquel lugar de recogimiento donde imperaban el trabajo, el estudio y la oración, se debió en gran medida a la providencial intercesión del nuevo profesor de Lengua y Literatura, un fraile alto y enjuto que adornaba su rostro aguileño con una rala barba, y que, por haber trabajado de docente
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría: 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
durante algunos años en Roma, tenía cierto peso, al menos pedagógico, dentro de la congregación.
Ni que decir tiene que nadie en el internado se explicaba la razón que había llevado a aquel misterioso fraile, versado en lenguas muertas, a erigirse en improvisado valedor de un mocoso que, todo sea dicho, parecía tener, además de azogue en la sangre, perturbadas las entendederas. Pero el profesor vaticano, seguramente impulsado por la fuerza apostólica que siempre otorga la verdad, argumentó en plan profético que todo ser humano, como diminuto trozo de barro sabiamente moldeado por las manos del Supremo Hacedor, necesita ser encauzado de manera adecuada; y si se trataba de alguien que, como en el caso que ahora nos ocupa, había sido esculpido con distinto barro −o, a lo sumo, con el mismo pero de inferior calidad−, no por ello merecía ser abandonado a su suerte en este mundo de desaprensivos.
Bajo el auspicio del docto fraile, pronto comenzó para Crispín un viaje iniciático hacia los recónditos manantiales del conocimiento, y cuyo resultado se presagiaba tan incierto como el espacio de tiempo que el resuelto profesor de Literatura fuese capaz de aguantar las barrabasadas del inadaptado mozalbete. Y como demostrado está que las razones descompuestas o carentes de todo rigor son verdaderos nidales donde se ceba el desaliento, el docente venido de Roma se olvidó por completo de la rigidez que, según dice gente ducha en estos menesteres, siempre ha de gobernar toda relación maestro-discípulo, y mostró desde el principio la apacibilidad de su carácter y la fluidez de su verbo, haciendo que sus amenas enseñanzas no tardasen en conformar una ínsula de sensatez en el atribulado universo crispiniano.
Partiendo de que la sabiduría no conduce a la felicidad, sino más bien todo lo contrario, y que, por tanto, la razón es enemiga natural de la propia vida, los conocimientos que iban penetrando a raudales en la mente de Crispín fueron sumergiéndolo en un embravecido mar de tribulaciones existenciales, a cual más difícil de discernir, que se incrementaron en gran medida
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría; 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
con el pasar de los años. Por todo ello cuando, ya de joven, dejó provisionalmente el internado de frailes de la capital para regresar a Castronuño, mucho había cambiado en el interior de aquel chiguito más movido que el rabo de una lagartija y al que parecía faltarle un hervor. Y enseguida su caletre lo llevó a enzarzarse con don Higinio, el maestro −quien, por aquello de que la letra con sangre entra, había dedicado más de cuarenta años de su vida a repartir reglazos a diestro y siniestro entre generaciones enteras de alumnos− en una acalorada discusión sobre la sublime locura de la verdad, la cual, según su opinión y en contra de la del maestro, no es otra que el amor por la justicia y, sobre todo, por la libertad; o para polemizar con don Elpidio, el cura, que era un santo varón, al que cierto domingo, a la salida de la iglesia de Santa María del Castillo, le espetó sin ningún tacto algo tan irreverente como que la locura siempre ha formado parte importante del misterio de la fe, puesto que este se hizo carne ni más ni menos que en la vesania de la cruz. Incluso, en la puerta del Ayuntamiento, no le faltaron redaños para decirle a voz en cuello a don Pompeyo, el colérico alcalde nombrado años atrás por el Movimiento, que el poder es un piélago sin fondo donde van a engolfarse los que lo ambicionan, y que, a veces, los locos y los bufones son las personas más indicadas para llevar a buen término el más arduo de los gobiernos; o aconsejarle a don Atilano, el boticario, que deberían reunirse todos los que practicaban en el mundo su mismo quehacer, con el encomiable propósito de elaborar juntos un bálsamo milagroso, parecido al de Fierabrás, que sirviese para sanar las dolencias del cuerpo y, sobre todo, poner un poco de sensatez en la mente de todos aquellos que se creen desprovistos de toda locura.
Como era de esperar, el herrero y su mujer fueron los primeros sorprendidos por la verbosidad que empleaba su primogénito para exponer sus singulares pensamientos, preguntándose una y mil veces si el remedio de mandarlo al internado no habría sido peor que la enfermedad por la que fue enviado. También como era de esperar, las rígidas autoridades de
LA LOCURA DEL CONOCIMIENTO (Edad: 58/ Categoría: 4-adultos/ Seudónimo: Plaiton)
Castronuño no se anduvieron con remilgos a la hora de vituperar la altivez de aquel joven, hijo humilde del pueblo, cuyo atrevimiento, aderezado en demasía con ideas propias de un alborotador, ya pasaba de castaño oscuro; lo que dio lugar a que enseguida le tildaran de persona non grata aquejada de demencia peligrosa; algo que a Crispín, conocedor como pocos de la vida y milagros de don Quijote, el mayor caballero de la locura que los siglos conocieron, un hidalgo acostumbrado a decir verdades como puños aun a costa de su salud, le importó menos que una perra gorda. Incluso, durante las fiestas de San Miguel, nuestro protagonista se permitió la licencia de explicarles a los vecinos de Castronuño, reunidos en la plaza Mayor a la espera de escuchar el discurso de don Pompeyo, el alcalde, que la locura, además de ser la salsa con que se condimenta ese indigesto manjar al que llamamos existencia, se compenetra muy bien con la cordura, al tratarse de las dos caras de una misma moneda.
Pero como la lúcida y provocadora mirada de un loco sobre el mundo de los supuestos cuerdos jamás ha de posarse más allá de la simple apariencia de las cosas, porque, de hacerlo, podría desvelar incómodas realidades que, más pronto que tarde, terminan por engordar enemistades; el cuerpo sin vida de Crispín apareció uno de aquellos días entre los juncos de las riberas del Duero. Lo que para la gente de aquella comarca, comenzando por las interesadas autoridades, fue tan solo el desventurado accidente de un joven que nunca anduvo bien de la mollera; para su maestro, el docto fraile venido de Roma, se trató, sin duda alguna, de un nuevo y despiadado castigo infligido por las imperecederas huestes de la sinrazón contra la más peligrosa locura que ha conocido el ser humano: la del conocimiento.
24 julio, 2018
En mi opinión, brillante tanto en la forma como en el contenido. Me ha encantado. Enhorabuena.