SUCEDIÓ EN CASTRONUÑO

II Concurso de relatos breves de la Biblioteca Municipal

Título: Sucedió en Castronuño

Autora: Eumelia Sánz Vaca, (Valladolid)

Categoría 4 (adultos)

 

SUCEDIÓ EN CASTRONUÑO

 

Comienza la primera década del año 1900 y nos encontramos en la Comarca Tierra del Vino, en la Castilla  pretérita, cuando los moradores de aquellos pueblos se dedicaban -entre otras tareas- a hilar con huso de hierro de tres palmos de largo y rueca muy grande, y a tejer lienzos bastos que vendían luego en la capital, de donde retornaban granos y otros productos para sus labores agrícolas y ganaderas.

Tierras comarcanas del padre Duero. Anchos cultivos forjados por sudores casi palpables, verdor como mar de eterna esperanza por el lametón del anchuroso río.  En el meandro del mismo, bien servido por tierras de labor,  donde el campo castellano se muestra con amplitud de carácter con sus vastas sementeras, en el declive de un elevado cerro, a la margen izquierda del río Duero que pasa muy inmediato, está situada la tranquila villa de Castronuño, laboriosa y agricultora donde las haya, de alta mies, anchos horizontes, bellos paisajes y amplio cielo.

En ella vinieron al mundo  los dos hijos del señor Eleuterio:  Tomás y Gregorio pero luego la vida les colocó en pueblos diferentes, si bien Gregorio regresó mas tarde a Castronuño, aquejado por la melancolía de un temprano abandono,  para permanecer en su pueblo natal hasta el fin de sus días.

Siempre estuvieron bien avenidos. Se arrancaron uno del otro como la piel se separa de la carne. La Diosa Fortuna les trató de forma muy distinta pues Tomás vivía con cierto desahogo mientra que a Gregorio, que ganaba pocas calandrias, le oprimían estrecheces infinitas, pero tenía un hijo: Gerardo -su gloria y su cruz- y con ello se sentía contento.

Le salió Gerardo un  elemento  de  cuidado. Altivo y fanfarrón, cuando mozo se erigió en

el  “gallito” del municipio. De su pésima educación resultó un calavera porque permanece largo tiempo en una vasija el olor -bueno o malo- del primer licor que tuvo.

Todos  los oficios  se  aprenden  y todas  las conductas pueden imitarse, y así el andoba fue  un avezado aprendiz  de los actos de Gregorio, su padre, a quien sólo las voces imperiosas de la tierra doblegaban, hasta que fue apagándose sin remisión posible. Aquél que en su mocedad fue un bala perdida, jactancioso y pendenciero,  pensó que tendría  cuerda para rato. El   tiempo -camuflado ladrón- robó sus ilusiones y, a la sazón cascado, estaba  en  las  últimas  hasta  que  un  día  las  campanas  de  la  Parroquia  de  Santa María  del Castillo

-vasos de bronce  herido- doblaron  por él dejando sepultada para siempre  su fanfarronería.

Aprovechó Gerardo, al verse libre de su progenitor, para hacer alarde de unas dotes superiores que creía poseer  y por ellas tenía en jaque a los mozos de Castronuño a los que iba convirtiendo, paulatinamente, en vasallos suyos. Gustaba de llevar siempre la batuta y estaba embriagado de dominio. Él, siempre dispuesto a  morder la fruta de  la  vida, era como el correr de un río que sin cesar prosigue y resultaría del todo imposible mudarle la corriente hasta alcanzar el mar. Era Gerardo mala gente, fijo; avieso por natura.

En el fondo le envidiaban, unos por una cosa y otros por otra pero esta malsana admiración, que malvive escondida entre las sombras, ocultaba secretos odios y unas ansias renovadas de mascar su derrota. Le aplaudían, pero le detestaban, siendo objeto de desprecio aunque le reían las gracias. Grandes esperanzas  concebían de humillarlo y, habiendo fallado un plan tras otro, consideraban que era empresa más ardua que las de Alcides.

Tenía  dicho  su tío Tomás que cuando muriera le mandaran a Gerardo su capa de paño negro con terciopelos, como herencia. Así que Alarico, el cuadrero, cumpliendo sus voluntades, empaquetó la prenda y, metiéndola en un saco, se encaminó a Castronuño a lomos del jumento,  para entregársela a Gerardo con mucha ceremonia. Este la recibió con sumo regocijo. Le sentaba  como  anillo al dedo. ¡Ahora  sí  que  iba a  fardar! ¡Daría  el  golpe   en   el    pueblo   luciendo  su  fachada!   Sí,   iba  a  ser     la   admiración   de    todos,

especialmente  de  sus “amigotes”. ¡Ahora sí que iba a estar Gerardo Carrizo en el candelero, dignificado por la capa!

Fantasmón de turno, se presentó el viernes por la noche en la taberna cuando estaba de bote en bote colmada de parroquianos y, como quien no quiere la cosa, echó a un lado el embozo de terciopelo grana y, desabrochándose el botón de plata dijo -sin pensar en “la dolorosa”- con tono grandilocuente: “¡Una ronda de buen vino para todos!”,  sin poder esquivar los mortales ojos de la envidia, hija de la malquerencia de los mediocres.  A muchos les repugnó  aquel  vino, pese  a que era bueno,  de superior uva albilla de los viñedos de la tierra.

Al día siguiente empezaron a maquinar algunas  argucias  para hacer claudicar a Gerardo o, al menos, para ponerlo a prueba.

Se cumplía el aniversario de la muerte del colega Guillermo, experto cazador de éxito, pues en las estribaciones de la cara  norte del cerro (pletórico de carrascal y encinas de cierta corpulencia) no tenía rival, y tanto las aves como otros animales de caza menor, no se le resistían.

Según comentariaban las  lenguas  afiladas  de no pocos vecinos, Gerardo había matado en el cerro a Guillermo en un atardecer.  De acuerdo con  certeras  conjeturas  habrían  tenido  una recia  agarrada por celos cinegéticos. Seguro que Guillermo le provocó, alardeando de sus logros y, como quiera que ante Guille se sentía inferior en el asunto de la caza, de nada le servía, de nada, presumir ante él y, tras el fragor de la discusión, Gerardo -árbol estrangulado por la soberbia- se acaloró de tal modo que lo dejó frito. Seguro. Después, echando carota al suceso, se lo cargó a hombros, bajando con grandes dificultades por la intrincada cuesta  impregnándose de la sangre, jugo supremo, oculto río escarlata de Guillermo que por momentos se desbordaba…

Y bajó hasta el mismo centro del casar de Castronuño haciendo creer a todo el pueblo que había sido un accidente fortuito a causa de una imprudencia del propio difunto, desgracia que él era el primero en lamentar por tratarse de “un amigo muy apreciado” ya que  desde chicos  habían  ido juntos a la escuela.

Los galdarros no tragaban… Hasta los ojos de las ventanas le miraban con recelo. Las comadres, cuando iban a la fuente de San Lázaro a por agua, se demoraban mucho con la murmuración y  aseguraban que, en sus visitas al cementerio,  habían oído lastimeras voces implorando justicia y que esos lamentos  provenían de la tumba de Guillermo.

Así  las cosas, resolvieron proponer a Gerardo por apuesta que hiciera una marcha hasta el cementerio, sito en las afueras de la villa,  a las 12 de la noche pero que dejara una señal en la pared de la verja de entrada. Una pintada no era aconsejable, era muy engorrosa y, además, la lluvia pertinaz de  aquellos  días  lóbregos  la destruiría  antes  de  que pudieran verificarla. No querían ser víctimas de ningún camelo.

Un clavo largo de cabeza  ancha, de los que hacía por encargo el herrero, serviría para el cometido. Naturalmente, debería llevar también un martillo para poder clavarlo en la pared.

– ¡Oye! -apuntó uno de la panda  con  muy  mala  uva-  si  ves a Guillermo, ¡dale recuerdos de parte de toda la cuadrilla!

Y la noche del 13 fue la acordada.

Ese día el sol caminaba al cénit con paso de enfermo. La luz callada replegó su manto. Un cielo gris en panza de burra presagiaba una tormenta de presunciones temibles. Se tornaba irascible el firmamento. La vegetación emitía sonidos lastimeros. Estaba la noche como boca de lobo. Noche pavorosa. Aullaba el viento errante y casi todos los elementos estaban confabulados para crear misterio, recelo y temor. Pero Gerardo, aunque preocupado y con la serpiente dentro del paraíso de su conciencia, no desistió.  Se echó al coleto un  buen trago de orujo. Cogió clavo y martillo y, envuelto en la capa, se sumergió en la gélida ventolera con la desazón del náufrago que ve en la lejanía la silueta de la costa,  anduvo con paso vertiginoso por aquellos andurriales que le llevaban hasta el cementerio… Ante los relámpagos, misteriosas las sombras de los árboles iban y regresaban batidas por el viento proceloso, enroscándose como  el  oleaje  de  un  mar  también  sombrío. El recuerdo de Guillermo, su eterna pesadilla, le   quemaba   el   alma  como   una   hoguera   y   mellaba   su   ánimo   preso  de  un  trémulo estremecimiento de hoja de otoño.

La faz del cielo se inflamó de ira. Huracanes de angustia le arrastraban. Le pilló el aguacero con furia torrencial. Rota caía la lluvia mientras se precipitaba contra el paredón del cementerio. Espantadizo, clavó con fuerza el clavo en la pared y, con alas en los pies, al echar a correr, se sintió agarrado fuertemente por la capa…

Gerardo cayó al  suelo,  promesa  de  silencio  y de  ceniza. La derrota le miró cara a cara. Y llegó la Pelona, enarbolando la guadaña,  con la trompeta sorda de la Muerte. El negro pájaro de la sombra tendió sus alas…

Y como  a la tormenta  sucede  la bonanza, apareció  la rubia aurora entre rosados velos y allí lo encontraron muy de mañana, cuando el alba mostraba su gloria de oro. A fracaso olía aquel silencio que se respiraba pues no hay humillación mayor que la muerte. La brisa matutina oreaba su palidez. (El clavo le sujetaba la capa). Avisaron al galeno que llegó desde lejos, a uña de caballo. El médico certificó: “Muerte súbita por infarto agudo de miocardio”.

El río Duero siguió su curso… Se secó el barro y por la noche salieron las estrellas que iluminaban el nido de cigüeña en la espadaña de la Iglesia de Santa María del Castillo.

Cuentan que, desde entonces, no se volvieron a oír nunca más los lamentos de Guillermo en el Cementerio de Castronuño, destacada villa vallisoletana por su Historia y sus paisajes que hoy se adorna con el Embalse de San José y ha merecido el nombre de La Gran Florida del Duero.

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GRACIAS A LA TRADICIÓN ORAL.

(COMO ME LO CONTARON, LO CUENTO)

-Se han cambiado los nombres de las personas-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Author: Castronuño

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