Amanece en Castronuño. El reflejo cautivador de la Luna en las orillas del Duero queda eclipsado por la rabiosa luminosidad del astro rey. Sus aguas despiertan al alba con un cántico monótono, pausado, recorriendo cada rincón del valle desde el embalse de San José hasta el puente ferroviario. Alrededor de la curvatura del río se dibujan álamos blancos, sauces y chopos negros que sirven de cobijo a miles de insectos y nidos de aves acuáticas migratorias. Cada primavera, garzas imperiales y reales junto con patos cuchara y martinetes llevan a cabo su viaje a esta reserva natural. Y en ella buscan compañeros entonando un cortejo sensual para perpetuar su especie.
En un apartado recoveco de ese páramo, una de esas aves rocía agua con cuidado a su par de huevos gemelos para mantenerlos frescos. Este año promete ser muy caluroso y no quiere que se malogren. Son dos huevos blancos, idénticos, de buen tamaño; no sabe cuán de ellos eclosionará antes, pero tiene la certeza de que albergan una buena progenie. Por fin, el último trimestre de mayo comienza a resquebrajarse una de las cáscaras, dejando al descubierto un diminuto pico que, con su forma de garfio curvado hacia abajo, pugna por salir a la superficie. Minutos después un robusto polluelo de ojos amarillentos hace acto de presencia con un gorjeo estridente. Su madre ya está preparada para regurgitar los primeros bocados de pescado que le brindará tras su primer llanto. Dos días después eclosiona su hermano gemelo, algo más delgaducho, pero con las mismas ansias por alimentarse. Los demás animales intentan confraternizar con la nueva prole y su recién estrenada madre. Pero ella es demasiado huidiza, un espíritu terco y demasiado fiel a sus hábitos y rutinas. Se mantiene aislada, alejada de aquel frágil y armonioso ecosistema, negándose a adaptarse a su estilo de vida, desobedeciendo las normas de la comunidad.
Pasadas varias semanas, los dos hermanos lucen unas plumas amarronadas que les cubren sus frágiles cuerpos. Los dos reclaman al unísono las atenciones de su progenitora, pero el mayor lo hace con más insistencia. Quiere tenerla toda para él, y no está dispuesto a cederle terreno a su hermano. Egoísta y egocéntrico, hará todo lo posible por ser el primero, incluso el único para ojos de su madre. Aprovechando una de sus ausencias, el primogénito se enzarza en una cruel y desigual pelea a picotazos contra el más débil, arrancándole las plumas una a una, hiriéndolo de gravedad. A su vuelta, lejos de ayudar a su cría malherida, su madre la rechaza y la expulsa del nido, dejándola desamparada. Piensa que es una pérdida de tiempo y recursos el ocuparse de sus cuidados y la desecha de pleno en pro de una cruel selección natural, una injusta eficiencia energética. Tras ver cómo su madre se coloca del lado de su agresor, la víctima intenta sobrevivir buscando sombra y agua por los alrededores, pero días después, antes de morir de inanición, sirve de merienda a un halcón peregrino ante la mirada impasible del ser que le dio la vida y triunfante del ser que se la arruinó.
En aquella parte del páramo, los vecinos observan el comportamiento de estas aves con desprecio e incomprensión. Saben que son extranjeros en su tierra, saben que sus costumbres son muy distintas. Sin embargo, ninguno de ellos se atreve a recriminar sus actos, a poner en tela de juicio aquel incidente, quizá por no parecer ante la sociedad como racistas, intolerantes, o quizá por la terrorífica apariencia prehistórica de aquellas aves. Los picozapato que se han instalado como nuevos huéspedes en la Gran Florida del Duero provienen de un país africano rústico, salvaje. Una zona pantanosa del norte de Zambia donde el cainismo se practica con impunidad, donde las necesidades alimenticias agudizan el instinto caníbal. Primos lejanos del pelícano, distan mucho de llevar sus mismas rutinas, siendo los picozapato seres nocturnos, silenciosos, solitarios, amantes fieles solo a una hembra y muy territoriales.
La cría vencedora no tarda en crecer, tomando aspecto de adulto. Su pico, enorme, ancho y plano, se colorea de un rosado sucio veteado de pinceladas grises. Gris también se vuelve su plumaje, un gris azulado oscuro que baña también el penacho que corona la cresta de su cabeza. Gracias a los cuidados de su madre, ha llegado a medir más de metro y medio, y ya es capaz de pescar por su cuenta, atrapando con los bordes afilados de su mandíbula los desafortunados peces que intentan salir a la superficie para poder respirar en las zonas más estancadas y poco oxigenadas del río. A su lado, observan asustados varios tejones, culebras y nutrias cómo ese engendro de la naturaleza se da el gran festín. Él no quiere confraternizar con ellos, ni falta que le hace. Los ignora, incluso muestra sus bajos instintos con mayor ferocidad cuando sabe que están cerca. Así se siente invencible, intocable, poderoso.
Y así pasarán los años, los amaneceres en la Vega del Duero. Y aquel monstruo longevo e inadaptado logrará sobrevivir a varias de las generaciones de sus vecinos, minando su conducta, mancillando la paz y tranquilidad de la fauna que lo acogió, llegando a vivir hasta los cincuenta años. Y en el mirador de la Muela, el fantasma de la intolerancia se cruzará los brazos, dando carta blanca a los caprichos del primogénito, reservándose el derecho a réplica, haciendo de ojos sordos y oídos mudos, dejando que las costumbres sociales retrógradas y sin sentido pisoteen la dignidad y los derechos individuales. Y las riberas de Castronuño serán testigos de los pros y contras de una comunidad multirracial, sin poder distinguir bien la fina línea que separa el respeto del desdén.
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