La inspectora Raquel Buenache sabía que tenía una larga noche por delante. Se preparó una taza de café y fue ordenando los documentos de la investigación. Algo en su interior le decía que no estaban ante un caso más de desaparición voluntaria.
−¿Una corazonada Srta. Buenache? Siento decirte que los policías no vivimos de presentimientos. Entiendo que te sientas identificada con esa mujer, pero seamos serios, la vida real no funciona así, y lo único cierto es que no tenemos nada. Un tipo que se ha esfumado. Uno de tantos. Fin de la historia.
El Subinspector Rafael Celadas siempre había sido muy directo con Raquel. Le importaban poco las jerarquías y menos ahora que llevaban años trabajando juntos. Además su olfato de sabueso rara vez le había fallado. ¿Fin de la historia? No, ella se resistía a dar el caso por cerrado.
La inspectora se dejó caer en la silla y por un momento se preguntó si Rafa no estaría en lo cierto. Era evidente que desde que se enteró de que la esposa del desaparecido había pasado por la misma situación traumática que ella, la pérdida de un bebé en el parto, Raquel se estaba tomando el asunto como algo personal. Ella misma no ignoraba que, aunque fuera inconscientemente, algunas de sus órdenes podrían estar bajo el influjo de esa especie de solidaridad. Pero no era sólo eso, su instinto le decía que debía seguir investigando, que las cosas no eran tan simples como Rafa pensaba. ¿Pálpitos, corazonadas? Si, podrían llamarse así, pero Raquel había resuelto darlas una última oportunidad antes de archivar el expediente.
¿Qué tenía? Un hombre de cuarenta y dos años que desaparece sin dejar rastro. Los últimos que le vieron fueron sus compañeros en el bufete de abogados. Llegó a su hora habitual y se encerró en su despacho de una forma que todos calificaban de rutinaria. No recuerdan verle salir, pero no niegan dicha posibilidad dado que, según sus declaraciones, “aquí cada uno va a lo suyo, trabajamos de forma individual y no estamos pendientes ni controlando a nadie”. Su ordenador estaba encendido. En la pantalla principal la página de Google abierta sin ninguna búsqueda. Minimizado, un documento de Word en el que redactaba la demanda de divorcio de su último cliente. Se quedó con una frase a medias.
Por otro lado su esposa, presa de un ataque de nervios al denunciar la desaparición y varias semanas después ingresada en un centro psiquiátrico debido a los continuos episodios maniacos con síntomas psicóticos. El diario personal que escribió hasta el día anterior a la desaparición era lo único inteligible que podían obtener de ella.
En el entorno de ambos reflejan total normalidad de comportamientos que hacían imposible presagiar que algo así pudiera ocurrir. Sus familiares y allegados les definían como “una pareja unida que pasaba por un momento muy doloroso tras perder a su primer hijo en el parto”.
La pérdida de un hijo en el parto. Raquel sabía muy bien que algo así podía hacer perder la razón a cualquiera, pero ¿hasta el punto de huir? ¿por qué? ¿para qué? Tenía que dejar de pensar en su ombligo y en cuáles fueron sus reacciones cuando se enfrentó al mismo hecho. “Cada persona es diferente, yo no estoy aquí para juzgar comportamientos”, se repetía machaconamente.
Por último, un dato al que todos los mandos implicados en la investigación no le habían dado relevancia y que ella se negaba a tachar de anecdótico: el padre del desaparecido también se había evaporado de la faz de la tierra hacía más de treinta años. Raquel había tirado de archivo para comprobar atónita que lo sucedido entonces también se había considerado una huida voluntaria. Los últimos en verle fueron varios paisanos de Castronuño, pueblo castellano de la provincia de Valladolid en el que había nacido y al que acudía con su familia regularmente. “Caminaba por la ribera del rio y nos dijo que iba hacia el Refugio de los Pescadores, que quería dar un paseo por la arboleda” declararon las últimas personas que lo vieron.
−Vamos a ver, Raquel – dijo Celadas- Tu padre, tu referente, se va a dar un paseíto cuando eres un chaval y no vuelve jamás. Te crías con tu madre la cual se muere, completamente chiflada, años después. A pesar de todo consigues hacer de tu existencia una vida relativamente normal, lo cual no era sencillo, y cuando menos te lo esperas…plof, la desgracia se vuelve a cebar contigo y, perdóname por recordártelo, pierdes a tu hijo al nacer… ¿te parece entonces tan descabellado que repita el comportamiento de su padre?? No, ¿verdad? Todo encaja.Confía en mí, no quieras ver lo que no hay. El tío se ha ido porque su cabeza ha dicho click, pum, basta, se acabó.
Las labores de búsqueda del desaparecido habían concluido días antes sin lanzar la más mínima pista. La tesis del secuestro había sido descartada en los primeros momentos de la investigación, así que todos eran de la opinión de que se había marchado voluntariamente. Una infancia marcada por la ausencia misteriosa de su padre y por el posterior fallecimiento de su madre, unida a un mal momento personal, como podía inferirse de algunos párrafos del diario escrito por su mujer, reforzaban dicha teoría. Sólo la inspectora Buenache veía, o quería ver, más allá de la misma.
Raquel bebió un sorbo de su taza de café y abrió el diario de Verónica, la mujer del desaparecido, por las páginas señaladas. De forma consciente evitó volver a leer el párrafo en el que describía como fue salir del hospital sin su bebé. Las veces en que lo había hecho se había removido de tal modo que no se veía capaz de volver a leerlo y seguir trabajando después con la lucidez que necesitaba. Posó sus ojos en lo último que Verónica había escrito:
«Quisiera que nada de esto hubiera sucedido, estoy confusa y aturdida ¿qué me ocultas Manuel? Quiero creerte pero me cuesta tanto, tanto. Desde que desapareció tu padre no habías vuelto a ir a Castronuño y ayer te levantaste diferente, decidido y con un aire solemne me dijiste que te sentías preparado para volver. Yo te había animado a ello en muchas ocasiones, pero siempre te negabas. En cierto modo te entendía, allí habías pasado los momentos más felices de tu infancia, pero también allí habías perdido a tu padre. Era comprensible tu alejamiento, pero habían pasado más de treinta años ¡treinta años! Ya era hora de desterrar todo tu dolor y centrarte en recuperarlos recuerdos felices en el escenario en el que tuvieron lugar.
De camino en el coche estabas pletórico y no parabas de hablar. Todo eran historias que ya conocía, pero no te interrumpí, me gustaba verte contento. Las horas que pasabais divirtiéndoos en las laderas o jugando a los toros en el Caño, el verano que no perdiste ni una sola de las partidas de chapas que se montaban en la plaza de tierra, o aquello de fabricar silbatos con los huesos de los albérchigos que tanta gracia me hacía… ¡Cuánto te hubiera gustado seguir la tradición el día de los quintos! echar el verso, correr las cintas a lomos de un caballo ¡qué difícil para ti vivirlo en la distancia!
Me anunciaste que estábamos a punto de llegar y yo estaba expectante. Sentía que necesitábamos un momento así, juntos, olvidarnos de la mala racha vivida.
Cuando salimos del giro de la última curva sucedió algo inexplicable. Castronuño no estaba. El pronunciado meandro del Duero, al lado del cual tantas veces me habías repetido que se asentaba el pueblo estaba allí, pero ni rastro de Castronuño.
Palideciste de repente y por más que yo te decía que te habrías equivocado de carretera, tú insistías que no había margen alguno para el error. Frenaste el coche y emprendimos el camino de vuelta, parando antes en el primer pueblo que vimos. En Alaejos, así se llamaba, entramos a preguntar en un bar y ningún parroquiano conocía Castronuño. Jamás te había visto tan descompuesto, tan desesperado.
De regreso a casa fuiste completamente mudo. Terco como sólo tú sabes serlo, ni siquiera contestabas a mis preguntas, negándome el desahogo que necesitaba.
Has querido dormir sólo en el sofá y hoy no me has dirigido la palabra en todo el día, ojeroso y callado, como si mi sola presencia te molestase. No, jamás quise decirte que te hubieses inventado toda tu infancia. Quizá podrías engañarme con palabras, pero la luz que había en tus ojos al hablar de ese pueblo no podía ser fingida. Eso no, pero entonces ¿qué demonios quieres qué piense? ¿cómo va a desaparecer un pueblo entero? Aquellos ancianos del bar de Alaejos eran expertos conocedores de su territorio y ni siquiera les sonaba que estuviera por la zona. Necesito saber que está pasando o todo esto acabará conmigo»
Al terminar de leer Raquel cerró los ojos y oprimió sus párpados con la yema de los dedos. Estuvo un rato así, pensativa. No esperaba que un rayito divino la iluminase de repente para despejarle las incógnitas del caso, al contrario, se encontraba igual de perdida, pero con una diferencia. Ahora sí sabía en qué dirección debía seguir buscando, y esa especie de brújula poderosa que sentía dentro de ella le decía que Castronuño era la clave. Un hombre desapareció allí hace más de treinta años, los archivos no engañaban. Quizá dicho pueblo no estuviera donde Manuel lo buscó, pero debía existir y Raquel sabía que allí encontraría respuesta a todas sus preguntas.
Encendió el ordenador y tecleó Castronuño en el buscador. Segundos después el cursor borró cada una de las letras que había escrito dejando la pantalla de Google sin ninguna búsqueda. Volvió a intentarlo, pero sintió como unos dedos enormes se posaron despacio en su hombro. Al girarse, tres hombres de más de dos metros y brazos larguísimos se acercaban a ella.
Un alarido desgarrador fue lo último que escuchó.
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