1.
Valladolid, 21 de abril de 1874.
El día era soleado y la primavera lucía en su máximo esplendor en la capital vallisoletana. Ambos
conversaban amistosamente en el salón.
– Lo dicho don Jean, me alegra que esté en mi querida ciudad. Espero que los días venideros sean
tan soleados como el día de hoy y pueda hacer su trabajo sin problemas. Cuánto me gustaría
acompañarle, pero, ¡ay!, el trabajo – dijo apesadumbrado.
– No se preocupe, cuando quiera y pueda estaré más que encantado de que sea mi ayudante.
– Le tomo la palabra – dijo entusiasmado -. Ahora no va a poder ser. Ya sabe que me debo a esta
ciudad.
– Lo sé, y fíjese don Miguel, que yo siempre he pensado que usted sería un magnífico alcalde.
– ¿Eso piensa amigo mío? – se puso pensativo -. El Ilustrísimo Señor don Miguel Iscar Juárez,
alcalde de la ciudad de Valladolid. Me gusta, me gusta… y qué bien suena, ¿no?
– Se lo he dicho – dijo Jean mientras los dos reían.
– Quién sabe, majo, no pierdo la esperanza. En fin, sintiéndolo mucho me tengo que marchar. Si en
algo más le puedo ayudar, no dude en comunicármelo.
– Pues ahora que lo dice, sí. Esta mañana mi fiel ayudante Antón, ha amanecido con fiebre. El
pobre estaba en un estado lamentable – dijo muy serio-. Solicité la visita de un médico y este le
recomendó que guarde cama durante por lo menos tres días. Yo solo no voy a poder hacer todo el
trabajo, sin ayudante iría mucho más lento y el tiempo es oro.
– No se preocupe, ahora mismo le indico a mi secretario que le busque uno.
– Gracias, don Miguel. Le debo un favor.
Siguieron charlando amigablemente en el salón unos minutos más. Había confianza ente ellos.
Miguel se despidió, acto seguido se fue a su despacho y llamó a su secretario dándole el encargo.
2.
Mientras esperaba al secretario, Jean se acercó a los ventanales del salón y observó la calle con su ir
y venir de gentes. El secretario irrumpió en el salón y le sacó de sus pensamientos.
– ¡Buenos días! – dijo en voz alta el secretario.
– ¡Buenos días! Usted debe de ser el secretario de don Miguel ¿no? Encantado, yo soy…
– Don Jean Laurent, fotógrafo con estudios en Madrid y París. En su día fue usted fotógrafo
oficial de su Majestad la reina Isabel II y en la actualidad uno de los mejores, sino el mejor,
fotógrafo de nuestro país – dijo mientras se apretaban las manos -. Me llamo Félix Elola.
– Vaya… mejor tarjeta de presentación imposible. Muchísimas gracias don Félix.
– No hay de qué. Yo también admiro su profesión y me gusta mucho.
– Y bien, ¿me ha encontrado un ayudante?
– Si. El mejor. Se llama Melquíades. Es un zagal de 14 años. No se asuste por la edad. Es listo,
inteligente y sabe leer y escribir. No va a quedar defraudado, le doy mi palabra.
– Eso espero, confío en su criterio. No puedo perder el tiempo. Dígale que mañana a las nueve en
punto esté en la puerta del hotel de París.
3.
Al día siguiente Melquíades estaba a las nueve en punto en el sitio acordado. En ese mismo
momento Jean salió a la puerta exterior.
– Buenos días, tú debes ser Melquíades ¿no?
– Sí señor, Melquíades Modroño, para servirle y ayudarle – dijo educadamente.
– Muy bien. Voy a empezar por enseñarte toda la labor que tienes que hacer para ayudarme.
Si durante estos días te surge alguna duda o tienes algún problema, coméntamelo antes de tomar
una decisión. Tu salario será de tres pesetas al día ¿de acuerdo?
– Sí, señor. Me parece correcto. Cuando usted mande, empezamos.
Jean se afanó en enseñarle las técnicas y el trabajo que realizarían durante los siguientes días. Le
mostró el procedimiento del colodión húmedo que usaba. También a manejar el papel leptográfico.
Melquíades demostró su inteligencia y aprendió rápido, por lo que le sirvió de gran ayuda
durante esos días.
– ¿Que te pasa Melquíades? Te veo muy pensativo. ¿Quieres contarme algo?
– Sí, señor, yo conozco algo increíble para fotografiar. Pero no está en Valladolid. Está en la villa
donde yo nací, a unas dos horas de aquí en diligencia – sonrió al decirlo.
– ¿Y qué es? ¿Algún castillo, un palacio, una antigua iglesia? – pregunto intrigado.
– No, es algo mucho mejor. No lo puedo explicar con palabras. Tendría que verlo usted
mismo. No le va a defraudar, se lo prometo – dijo besándose los dedos.
– Bien pensado, el trabajo está saliendo a tiempo. No estaría mal despejarme un poco y a Antón no
le vendría mal un par de días más de reposo – dijo pensativo – Voy a hacer una excepción. Espero
que sea como me has dicho. Me fiaré de ti.
– No le va a defraudar. ¡Prometido! Mañana saldremos a las ocho. El dueño de la diligencia nos
dejará enganchar el carro del laboratorio y también nos hará una rebaja en el precio del viaje.
4.
El viaje en diligencia fue entretenido. Durante el camino ambos fueron hablando y riéndose,
disfrutando del paisaje de la meseta castellana. Al cabo de unas horas llegaron a la villa. La
diligencia les dejó en la entrada baja del pueblo.
– Señor Jean, bienvenido a mi villa, ¡Castronuño! Mientras usted prepara el material yo voy en
busca de una mula para subir el carro del laboratorio. En mi pueblo ¡todo son cuestas!
Al cabo de un rato Melquíades llegó con la mula, engancharon el carro del laboratorio y empezaron
a subir la cuesta. Por el camino la gente les saludaba.
– Señor Laurent, ¿podemos hacer un juego?
– ¿Un juego? – dijo este sorprendido.
– Si, es muy sencillo. Me gustaría taparle los ojos con un pañuelo ahora que nos estamos acercando
al lugar que le dije.
– Pero bueno Melquíades, ¿te quieres reír de mí o qué?
– Para nada señor, solo quiero que cuando llegue al lugar se quede todavía más asombrado.
– Pocas cosas me asombran ya, pero bueno, hagámoslo. Siempre me gustaron los juegos. Solo
espero que no sea una broma. Si así es, daré cuenta a don Félix nada más volver a Valladolid.
Melquíades le tapó los ojos, entre risas de él y murmullos de Jean. Al cabo de unos minutos y al
llegar al borde de la explanada se lo quitó.
– Este es el sitio que le dije. ¡Bienvenido al alto de la Muela!
Jean se quedó sin palabras y empezó a mirar de un lado para otro asombrado. Ante sus ojos y como
gran protagonista de todo, el río Duero, que describía una gran curva. Un anchísimo encinar se
extendía hasta el horizonte. Montes, tesos, tierras de labor, pinares, alamedas, choperas, almendros
y un sinfín de vegetación cubrían el resto del paisaje. Hacia el horizonte también se divisaba la
silueta de la villa de Toro. Como bien había prometido el joven, era algo increíble, algo que no se
podía explicar con palabras. Todo un espectáculo para la vista.
– Melquíades esto es increíble, es… espectacular – dijo sin salir de su asombro.
– Se lo dije señor. Esto es único, esto un tesoro – sus ojos brillaban de alegría y orgullo.
– Qué razón tenías. Esto bien merece ser fotografiado. Déjame unos minutos más de deleite y
empezamos a ello.
Melquíades estaba muy contento de que su pueblo fuera a ser conocido gracias a las fotografías de
Jean y este le aseguró que no serian las últimas, de hecho auguró que posiblemente y en un futuro
sería un lugar en el que todo el mundo y con materiales muy sencillos podría fotografiar.
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