Las Gafas de Nidia Beltramo. SEGUNDO PREMIO (Categoría 4).

Lorenzo abrió los ojos, como cada mañana, a las siete en punto. Todos los días del año despertaba a la misma hora sin necesidad de poner la alarma, y aun sin gafas podía ver que el reloj digital en la mesita de noche anunciaba “SUN 7:00 AM”.

Era domingo, el peor día de la semana. Salió de la cama evitando mirar la masa a su lado que, oculta por el cubrecama, resollaba ruidosamente. Sonaba como una criatura salvaje en sueño profundo después de cazar y devorar su presa. Era su mujer, y debía compartir el día domingo con ella y con una niña que no era suya. Entró en la ducha y dejó que la lluvia de agua fría aguijoneara su espalda hasta hacerlo tiritar. Necesitaba una dosis de coraje para enfrentar el domingo. Su mujer era fea, sin gracia, sin educación, todo lo contrario de la que fuera su novia, Lucía, la compañera de la universidad con quien tenía planeado un futuro.

Mil veces Lorenzo se reprochó haber salido de copas con los muchachos del vecindario. No tenían nada en común con él, eran unos vagos que no estudiaban ni trabajaban. Aceptó la invitación porque sabía que a sus espaldas lo llamaban flojo, sobreprotegido por la madre, y quiso demostrarles que él también tenía calle. Al rato de llegar al bar aparecieron las chicas que ni siquiera eran guapas, pero con poca iluminación y después de consumir suficiente alcohol se veían aceptables, casi atractivas. Y sin pensar en lo que hacía, terminó pasando la noche con una de ellas. Al día siguiente y sobrio otra vez, siguió con su vida de siempre decidido a olvidar ese desliz tan insensato. Lucía no se enteraría, ya que no tenía ningún contacto con esa gente. Cuando un sábado por la tarde apareció esa chica en su casa, Lorenzo no la reconoció. Vestida con ropa de calle, sin maquillaje y a la luz del sol, se veía realmente desabrida. Y según ella, estaba embarazada. Lorenzo la acusó de mentir y la echó antes de que su madre la viera. Con el cuerpo tenso y el ojo pegado a la mirilla de la puerta, la vio alejarse calle abajo hasta que se perdió en la distancia. La tranquilidad solo duró hasta el sábado siguiente. La madre de Lorenzo abrió la puerta y la encontró pegada al timbre, la invitó a entrar y la escuchó con atención. La señora, autoritaria y muy religiosa, fue terminante: su hijo debía casarse y darle una familia a esa criatura por nacer. Lorenzo protestó, dijo que no tenía certeza de ser el padre, pero su madre no le dejó escapatoria. Si no hacía lo moralmente correcto, podía despedirse de su vida de privilegios, de la universidad paga y de la herencia.

Lorenzo jamás olvidaría la reacción de Lucía cuando le confesó lo sucedido. Sus preciosos ojos verdes, que misteriosamente cambiaban de tonalidad con las variaciones del tiempo, se tornaron grises de desilusión. Los labios pícaros, siempre prontos a esbozar una sonrisa, dibujaron un pétreo gesto de rechazo, como si estuviese frente a algo repulsivo. Fue la última vez que se vieron. Los amigos en común cerraron sus puertas y los compañeros de la universidad lo convirtieron en blanco de sus burlas, que se propagaron en el campus cual ecos amargos que no terminaban de callar. Y lo peor fue la condena de convivir con esa mujer a perpetuidad, esa desconocida a la cual convirtió en su esposa. Al poco tiempo de nacer la niña todos supieron que no era su hija. La chiquita tenía la piel muy blanca salpicada de pecas y el cabello rojo como el fuego. No había ningún pelirrojo en la familia, pero sí un vago del vecindario que ayudaba con el reparto de vinos y a quien, con poca originalidad, llamaban “el colorado”.

Lorenzo concentró su atención en los estudios graduándose con honores. Aceptó un trabajo en la universidad en el que volcó toda su energía, para llegar a su hogar extenuado al final de cada jornada. Cenaba con la mirada fija en el televisor, mientras en la mesa estaba esa mujer sin gracia y esa niña parecida a la madre y al repartidor de vinos. Pero los domingos… Sin duda los peores días de la semana que eran para él un castigo, un recordatorio de cómo un solo error, un momento de irresponsabilidad, cambia la vida para siempre y no se puede volver atrás, solo vivir con las consecuencias.

La mujer no era bonita. El vestuario, el peinado y su postura corporal tampoco ayudaban, pero no eran sus rasgos físicos los que la hacían desagradable. Eran la mirada inexpresiva y el gesto de eterno aburrimiento, reflejo de su personalidad superficial que no se interesaba en nadie ni en nada. Pasaba el día frente al televisor y solo parecía adquirir vida cuando, viendo algún programa tonto, rompía en ruidosas carcajadas y articulaba algún comentario banal. La niña se iba pareciendo más y más a su madre. Y ésta era la vida de Lorenzo.

A media mañana salieron en coche, como cada domingo. Lorenzo encendió la radio para que el sonido enmascarara el parloteo insulso de su mujer. Condujo largo rato, descansando su vista en los horizontes amplios del campo castellano hasta entrar en Castronuño, pueblo que celebraba las festividades de San Miguel. Apenas llegados al mercado medieval instalado en el parque de la Muela, la mujer y la niña se alejaron para comprar dulces mientras Lorenzo caminaba observando los puestos que ofrecían una variedad de objetos a la venta. El bullicio alegre y la multitud abigarrada en las fiestas de los pueblos lograban distraerlo, haciendo el día domingo más llevadero.

Una caseta de madera ubicada hacia el final del mercadillo estaba atendida por un hombre mayor de tez aceitunada, ojos renegridos y vestido como un personaje de cuento. Lorenzo tuvo curiosidad de saber qué ofrecía, y él se definió como un solucionador de problemas y le ofreció ayuda. Lorenzo no había dicho palabra aun cuando se le acercó, colocó los dos pulgares en su frente y los dedos índices sobre las sienes, ejerciendo una leve presión. Le quitó las gafas y las roció con un líquido transparente que guardaba en una botellita de cristal antiguo, como las que lucían las abuelas en sus tocadores. Secó las gafas con un paño de seda y se las volvió a colocar, asegurando que el problema estaba solucionado. Lorenzo agradeció el divertimento y le dio unas monedas. Continuó deambulando sin prisa entre los puestos hasta que vio a una mujer muy hermosa que se aproximaba sonriendo. Se movía con gracia, exudando vitalidad y elegancia, seguida de cerca por una niña de cabello oscuro y carita dulce e inquisitiva. Sus rasgos le resultaban familiares, aunque no podía ubicar a quién le hacía recordar. Madre e hija lo envolvieron con su cálido abrazo, mientras Lorenzo permanecía inmóvil sin comprender qué sucedía. Viéndolas de cerca parecían una versión mejorada de su mujer y su hija, aunque eso era un imposible. Miró hacia atrás en dirección del puesto del solucionador de problemas, pero no logró localizarlo. Confundido pero feliz, tomó a ambas de la mano y continuaron su paseo. Almorzaron al aire libre, y antes de emprender el viaje de regreso caminaron hasta el mirador del río, riendo, disfrutando del sol y del paisaje natural que se nutre del cauce del Duero. La mujer conversaba animadamente sobre eventos de actualidad, ofreciendo opiniones propias de una persona informada y culta. La niña lo abrazaba con frecuencia y daba saltitos de alegría. De regreso en la casa, agotados de tanto andar, se fundieron en un abrazo. Temiendo que esa nueva realidad se desvaneciese, Lorenzo se esforzó en permanecer despierto sin quitar la mirada de su mujer y su hija, pero el cansancio lo venció y se durmió.

Cuando despertó y abrió los ojos, el reloj anunciaba “SUN 7:00 AM”.  Se colocó las gafas para mirar el reloj pulsera con la vana esperanza de que revelara un día distinto. Otra vez era la mañana del domingo. Con gran pesar reconoció que había sido un sueño, el más agradable en muchos años. Permaneció en la cama con los ojos cerrados durante varios minutos, ansiando retomar el hilo de esa fantasía que su subconsciente le había regalado durante la noche para quebrar la rutina de disgusto y de tristeza. Otra vez domingo, el peor día de la semana. Otro domingo sin sentido, con esa mujer a la que nunca había querido y esa niña que, pobrecita, era un alma inocente que no tenía culpa, pero también era un recordatorio permanente de cómo había arruinado su vida. Se duchó con agua fría y bajó a la cocina. En la escalera lo alcanzó un aroma intenso a café recién molido y al acercarse vio sobre la mesa una jarra de zumo de naranjas y un frasco de mermelada de fresa, su favorita. Tal despliegue era inusual. Su mujer atendía las tostadas y al oírlo llegar se volvió para saludarlo con una amplia sonrisa, y la niña de cabello oscuro irrumpió en la cocina dando saltos y le rodeó las piernas con sus bracitos de muñeca. Entonces… ¿No había sido un sueño? ¿O estaba aún soñando? Lorenzo decidió que era mejor disfrutar del momento y no perder el tiempo en cuestionamientos. Besó a su mujer, abrazó a la pequeña y después de desayunar salieron a pasear, como cada domingo.

—o-o—

Ésta es la historia que me contó Lorenzo. A lo largo de tantos años que llevo atendiendo el mostrador de un bar, he tenido mi cuota de cuentos pocos creíbles y he escuchado más confesiones que un cura, pero este hombre no era un perdido ni un borracho. Me impresionó como una persona honesta que necesitaba desahogarse compartiendo su historia con alguien que no lo juzgase. Dijo que había aprendido a aceptar lo ocurrido, aun sin comprenderlo, como una segunda oportunidad de ser feliz. Su única preocupación era que, con el paso del tiempo, sus gafas agotaran la magia de aquel hombre en el mercado medieval de Castronuño. Lo seguía buscando cada domingo en las ferias de los pueblos, pero nadie parecía conocerlo.

Pagó el café y se despidió, diciendo que su mujer y su niña estaban esperando afuera. Salió del bar y se reunió con una mujer bastante desagradable y con gesto de disgusto, y una pequeña que llamaba la atención por sus pecas y sus rizos color rojo como el fuego. Lorenzo me miró sonriente del otro lado de la ventana, las rodeó con sus brazos, y pronto los tres desaparecieron de mi vista.

Author: Castronuño

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