II Concurso de relatos breves de la Biblioteca Municipal de Castronuño
Autora: Inmaculada Sánchez Macías (Castronuño)
Categoría 4 (adultos)
Corría el año 1300, año en que las gentes de nuestro pueblo vivían de los campos,
los animales y la mendicidad. La mayoría de los habitantes de Castronuño apenas sabían
sobre los asuntos de los grandes señores, ni de letras u otros menesteres a los que no
llegaban por su condición de pobres. Vivía allí un señor, el buen prior de la Orden, don
Fernán Rodríguez, que se ocupaba de esos temas mayores. Ayudó a muchos habitantes
del pueblo y a los canteros de los alrededores, ofreciéndoles trabajos para hacer su gran
iglesia, la de San Juan Bautista, patrón de los hermanos de la Cruz de Malta. Todos los
que lo necesitaban se acercaban a las puertas de su casa, un gran palacio parejo al castillo
del pueblo, para pedir limosnas y trabajo. El buen prior requería de hombres fuertes y
conocedores de la construcción de iglesias, peones con ganas y artesanos con gusto. No
escatimaba en las limosnas ni en los pagos de trabajos. La Orden y grandes personajes de
la época estimaban su poder negociador y su inigualable sentido de la equidad.
En aquel año, acertó a pasar por el pueblo un juglar, Beltrán el incansable, un
errante, que iba de aldea en aldea, de castillo en castillo, transmitiendo algunas técnicas
musicales y poéticas que había aprendido aquí y allá, noticias y chascarrillos de gentes
pobres con poca cultura e impregnadas de la tradición oral.
Había llegado con demasiado esfuerzo, pues la fiebre estaba haciendo mella en él.
Ansiaba llegar a Castronuño para alojarse en el hospital de peregrinos, a las afueras de la
muralla. Allí quizás podrías descansar, en su camino hacia Santiago y reponer las fuerzas
vencidas por alguna enfermedad que asolaba estas tierras. Comenzaba a divagar y el
mundo que miraba a su alrededor empezó a tornarse oscuro, desfigurado, temeroso. De
pronto, en la puerta del mismo hospital, cayó con su viola a la tierra, sonando el golpe de
la caja de madera y la vibración de sus cuerdas a la vez. Varios peregrinos que estaban en
la entrada lo vieron y se apresuraron a recogerlo. En el hospital pasó varios días hasta
recobrar el conocimiento.
– ¿Dónde estoy? -balbuceó
– Estáis en tierra ajena, -escuchó una voz ronca que provenía de la oscuridad de la
habitación-, tierra de Castronuño. ¿Cómo os llamáis? Poca alegría traéis para ser juglar…
– ¿Quién sois vos? Mi nombre es Beltrán, ¿qué me ha pasado?
– Me llamo Patrús, cantero de Zamora. Estáis en el hospital de hombres. Habéis pasado
por una fiebre de las que se tienen por aquí, pero con mejor suerte.
– ¿Qué os ha pasado en la pierna? -preguntó Beltrán al ver la venda de la pierna del
cantero-
– Uno de mis cantos, que me jugó mala pasada…Pero en pocos días espero seguir
trabajando, estamos construyendo una iglesia en el pueblo, la segunda, pero más pequeña,
para el prior y su familia.
-Oye…y ¿creéis que podré ofrecer mis “otros cantos” al prior o al señor del castillo por
unos jornales?
-Bueno, de momento, tenéis que recuperar fuerzas, arreglar vuestra viola, que se rompió
cuando caísteis exhausto por la fiebre y luego…ya veremos- sentenció Patrús,
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desapareciendo en la oscuridad de la gran habitación- tenemos ganas de escucharos y
divertirnos un poco…
Beltrán se recuperó pronto de aquella fiebre que se llevó a tanta gente. Salió del
hospital de San Ildefonso y comenzó buscando al cantero que conoció allí. Fue hasta la
iglesia Santa María del Castillo, una iglesia con un gran torreón que miraba al río Duero,
al Este de otra iglesia en construcción. El trovador pensó que aquella era de la que hablaba
Patrús.
Allí faenaban muchos canteros, peones y siervos a pesar de la inclemencia del tiempo, el
aire frío del norte gozaba metiéndose en aquel alto del castillo y soplaba por las rendijas
de las murallas.
-¡¡Patrús!!- escuchó a lo lejos entre el ruido de los carros y piedras.
Dirigió la mirada hacia una especie de ábside semicircular que se alzaba en sillería. Allí
estaba el maestro Patrús, con su cantería en marcha. Seguía con la venda, pero con más
brío.
– ¡Buenos días cantero! -le gritó Beltrán.
– ¿Ya estáis repuesto, trovador? Pues cantadnos alguna de sus historias de tierras lejanas
y así animáis al personal, ja, ja, ja…
Sonaron unas notas de viola y Beltrán cantó:
“Un castillo está en Castronuño que en el mundo no le hay tale, mas para vos vale, el rey, que para el
prior de Sant Juane. Convidédesle vos, el rey, convidédesle a cenare, la cena que vos le diésedes sea
como en Toro a don Juane, que le cortéis la cabeza sin ninguna piedade: desque se la hayáis cortado, en
tenencia me lo dade”.
– Necesito que me llevéis al buen prior don Fernán- susurró entre dientes.
– Está bien, esperadme en la puerta grande de la muralla y os llevaré hasta él- prometió el
cantero, aunque algo desconfiado.
Beltrán no dejaba de observar a los canteros con sus picos y cinceles, las formas
de las piedras, los dibujos que les hacían, en especial las de su conocido amigo del
hospital, una marca en forma de llave.
Castronuño tenía buenos artesanos, como peleteros, herreros, ebanistas y otros oficios.
Quizás podría llevar su viola a que la arreglaran, que era su herramienta de trabajo, sin la
que no podría hacer lo que más le gustaba: componer música, con lo que fluía en la vida;
contar historias era añadido, no tan divertido, pero era consciente que casi todo el mundo
era lo que más valoraban, a casi nadie le gustaba la armonía, las composiciones musicales.
Su condición de judío era el secreto mejor guardado, escondido tras la apariencia de un
juglar que hace reír a sus semejantes, cantándoles los chascarrillos de los pueblos de al
lado. Mientras pensaba en todo aquello, una mano le sacudió en su hombro
sobresaltándole…
-Sígueme, trovador, el prior tendrá a bien conoceros, hay demasiada tristeza en estos
lugares.
Siguiendo a Petrús aquel trovador comenzó a sentir que sus piernas flaqueaban,
necesitaba dejar muy claro al noble caballero y monje de la Orden que él era cristiano y
pensó que lo mejor sería no hablar del tema.
-Abrid la puerta al cantero Petrús, necesito hablar con vuestro señor-, dijo al soldado de
la puerta.
Se abrió la puerta mayor de la muralla y a cien pasos, al lado del castillo, se
hallaban las estancias en que moraba el prior de la Orden de Santiago. Tocó la gran aldaba
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de hierro, con forma de estrella de ocho puntas. No se demoraron mucho en abrir. Una
doncella con ojos castaños y voz dulce les avisó de que aguardaran a que el señor supiera
de aquella visita inesperada. Les cerró la puerta sonando un ronco golpe y se hizo silencio.
Parecía mentira, pues a tan solo unos metros de allí se estaba construyendo una iglesia.
Pero ese día, el sol reinaba con fuerza a pesar de la rotunda helada y los pájaros enseñaban
de vez en cuando su canto para dar paso al silencio que formaban las enormes piedras del
castillo y el laberinto de murallas. Se volvió a abrir la puerta y la mano blanca y fina de
la doncella, con un gesto para que les siguieran, se entrevió por la oscuridad. Petrús hizo
un ademán con la cara al juglar y éste siguió sus pasos. Las estancias eran gallardas, bien
amuebladas, pero sobrias, con el carácter del cister. Después de un gran pasillo, a lo lejos,
se adentraron los tres, en fila, en una habitación en la que el prior acogía sus asuntos.
-Acercaos -gritó el caballero-. Retírate, doncella, -acompañando las órdenes con la mano
derecha-, decidme, ¿qué asunto tan importante os trae?
-Don Fernán, -dijo Petrús-, os traigo al primer juglar que pasa por estas tierras en mucho
tiempo. He pensado que sería una buena inversión que nos deleite con sus cantares en los
ratos de descanso de los trabajadores. Así faenarán mejor.
-Acercaos juglar, ¿cómo os llamáis?
-Mi nombre es Beltrán, señor, y estoy a vuestra disposición -contestó tembloroso el juglar.
-Muy bien, Beltrán, habéis tenido suerte, pues confío en el buen gusto de mi cantero
zamorano. ¿Podréis cantarme algo?
-Con gusto, aunque mi viola está algo rota por accidente, os deleitaré igualmente- afinó
las cuerdas y comenzó a entonar una melodía sencilla, pero a la vez de gran gusto…
“Pasos de un peregrino son errante
Cuantos me dictó versos dulce Musa,
En soledad confusa
Perdidos unos, otros inspirados…”
-Parad!! Estáis contratado. Esta noche realizo una cena para varios obispos y clérigos de
nuestra Orden, ensayad unos cantares y venid al ocaso, mi doncella os dará nuevos
ropajes. Gracias, pues mi amigo Petrús.
-Gracias mi señor, estamos muy agradecidos por todo -contestó el cantero.
Salieron de la casa y aún tenía las piernas y la voz con temblores. Beltrán necesitaba
llevarse algo a la barriga, y en sus ojos comenzaron a salir lágrimas.
-No temas, trovador, vas a comer caliente en la posada Pepe, que hoy te invito yo a cambio
de unas notas musicales, pues lo haces con brillantez…
El suspiro de aquel momento se tornó en alegría en los días y semanas sucesivas,
pues ganaba jornales y no los desperdiciaba, algo raro en los juglares, aunque nadie se
fijaba en esos detalles. En sus cantares, hablaba de amores, familias en guerras de los
pueblos cercanos y de un Dios que no era el suyo, pero que conoció muy bien con el
devenir del tiempo.
Uno de esos días, el prior lo llamó a su casa. Le pidió un trabajo por el que le
pagaría el doble y así podría arreglar su viola. Necesitaba una melodía para el órgano que
pondría en la iglesia que estaba construyendo. Ese fue el reto que jamás nadie le había
impuesto. Una alabanza a un Dios que no era el suyo. Tendría que encontrar la manera
de contarle al mundo que su creación iba a ser una mentira. Salió por la senda de los
almendros, cuando la primavera empieza a vestir de blanco los árboles con sus finas
florecillas. Recogió un tronco de encina del suelo. “Será de algún artesano, -pensó-, que
se le habrá caído”. Decidió hacer una pequeña caja de música. Pero lo haría en secreto.
Cuando nadie supiera que él trabajaba. Había observado la técnica del ebanista en alguna
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visita a su taller. Podría hacer una pequeña caja y luego, encerrar en ella la auténtica
música para Yahvé, su Dios. Comenzó a tañir con su viola y cantó en voz muy tenue:
“De una encina embebido
En lo cóncavo, el joven mantenía
La vista de Hermosura, y el oído
De métrica armonía”
Así, tallaba y tañía en las noches y en las soledades. Cuando pasaron unos años,
la iglesia de San Juan Bautista estaba casi terminada. Al igual que su cantar: el que dejaría
para el órgano con la letra cristiana y su canción judía, con la misma melodía. El plan era
enterrar aquella caja con la canción judía, en un canto con la marca de Petrús, el cantero
de la llave, quizás para que en otras épocas alguien la encontrara y no se llevara las notas
el frío viento que arrecia en las noches de invierno, en lo alto de la Muela, o las aguas del
gran Duero.
Y así fue. En 2018 pasó por Castronuño un peregrino que venía de la Ruta de la
Plata, pero estaba atraído por el paisaje de este pueblo, del que le hablaron otros
peregrinos encantados del lugar y sus gentes. Key era un músico rapero que encontraba
la inspiración en los problemas de las gentes, por eso decidió hacer el camino de Santiago.
Encontró historias de todo tipo, pero ninguna tan impresionante como la que le esperaba
en Castronuño.
Al llegar, se dirigió al bar Sevilla, pues en La Nava le indicaron que allí era donde
le sellaban el carné; poco después, se presentó una voluntaria del albergue, que le orientó
en lo elemental del pueblo: el supermercado, los bares, la iglesia, la Muela…Ese sábado
se hacía una visita guiada a la iglesia. Así que se fue al albergue, se duchó, comió dos
piezas de fruta y se fue a la visita guiada. El chico que contaba la historia de la iglesia le
estaba durmiendo con la voz monótona, con lo que Key comenzó a mirar las marcas de
canteros de las piedras de aquellos muros. “¡Menudos bichos estos monjes soldados!, -se
dijo-, sabían dónde poner el culo…”
Mientras pensaba aquello, se descubrió, sin darse cuenta, en el coro de la iglesia.
Observó el arco apuntado que tenía enfrente y pensó que era una pena que las reliquias
no se conservaran. De pronto, la luz que entraba por el gran óculo señaló una marca de
canto, una llave, como la de su colgante. Aquello le pareció una casualidad divina. Él no
era creyente. Tenía su propio Dios, que era la música. Tocó con el dedo la marca y
descubrió que la piedra era caliza y se desmoronaba. Entonces, miró a todos lados por si
alguien estaba observándole. El grupo era muy numeroso, unas 70 personas de todas las
edades, pero nadie se percató de lo que hacía. Esperó a que todos bajasen las escaleras.
Entonces, siguió raspando la piedra con el dedo y su llave de plata, hasta que en pocos
minutos se rompió dejando ver un agujero en su interior. Cabía su mano y pudo sacar un
objeto. Mirando muy nervioso a un lado y otro, guardó aquel objeto en su mochila. Sacó
un kleenex y se limpió el sudor que le habían causado los nervios en la cara. Suspiró y
bajó las escaleras. Ya estaban saliendo las últimas personas del grupo.
Con gran ansiedad, tomó el camino al albergue, sin reparar en la belleza de la
Muela ese día de primavera, cuando empieza a vestir de blanco los árboles con sus finas
florecillas, da igual el año, da igual…
“¿Qué he hecho?”-se dijo. Cuando llegó al albergue, cerró con llave y soltó la mochila.
Bebió unos sorbos del brebaje que llevaba para el camino, y respirando profundamente,
sacó aquello de su bolsa. Estaba envuelto en una tela como de saco, color marrón, atada
con cuerda. Fue desenredando la cuerda y al abrir la tela, descubrió una caja de madera;
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en la tapadera, había tallada una estrella de David. Destapó aquella intriga de caja y
encontró dentro una especie de papel enrollado. Al desenrollarlo pudo hallar una partitura
extraña que no conocía, con una firma que atinaba a leer como Beltrán, joglar del prior.
Necesitaba encontrar sentido a aquel hallazgo. Sacó de su mochila un teclado de
juguete que decidió llevar en su camino para no echar de menos el de su estudio de
grabación. Comenzó a tocar aquella pieza, de armonía desconocida, pero de sonoridad
extraordinaria. “¿Quién sería Beltrán? ¿Por qué esconder esta partitura? ¿Qué secreto
guardaba aquella caja?”
No podía pensar, sólo le asaltaban preguntas sin cesar, casi no reparaba en la
belleza de la canción. Terminó de tocar las seis notas de la canción. “Está claro que era
judío el tal Beltrán, pero en esa época no estaban bien vistos, quizá por eso escondió la
partitura. Tenía que esconderla para no ser perseguido, como yo algunas veces cuando
canto. Pero, ¿por qué lo hizo? No hay sacrilegio en ella.” Se echó en la cama pensando
en las razones y se quedó dormido.
Con los primeros rayos de luz, las bandadas de gorriones nuevos avisan de que el
sol ya ha llegado. Key había descansado suficiente para seguir el camino. Recogió la
mochila con su gran tesoro recogido en aquel lugar, desayunó y siguió su camino hacia
Toro y Zamora. Sus andanzas por todos los lugares fueron memorables en su cuaderno
de bitácora. Pero ninguna comparada con la de Castronuño.
En el mes de mayo logró llegar a Santiago de Compostela. Pudo entrar en un
albergue sin problema, ducharse y acercarse a abrazar al santo. Estaba impresionado por
la belleza de la ciudad vieja, por la catedral y sus piedras. Ese día, estaba muy alterado,
pues la emoción de llegar a la meta hace que, sin querer, todo vaya más deprisa, todo se
viva con más fuerza, los sentidos se despierten con los poros del cuerpo, todo huele más,
todo se escucha más; es una sensación difícil de contar, sólo es un momento para vivirlo.
Subió las desgastadas escalinatas que llevan al santo y cuando vio su capa de plata, con
una llave y una caja talladas, creía que iba a marearse. Abrazó aquella figura venerada
por medio mundo y bajó por las otras escaleras. De pronto, los dos órganos de la catedral
comenzaron a sonar con aquellas seis notas, como en la partitura de Beltrán, y con las
piernas temblorosas, acertó a sentarse en un banco de aquella iglesia. Cerró los ojos y se
dijo rapeando:
“Da igual el siglo, da igual el lugar,
en el camino siempre encuentras llaves que abren tus sentidos;
da igual el tiempo, da igual la gente,
en el camino descubres cajas que te enseñan quién eres;
vale la pena el camino, vale la pena la vidaCorría el año 1300, año en que las gentes de nuestro pueblo vivían de los campos,
los animales y la mendicidad. La mayoría de los habitantes de Castronuño apenas sabían
sobre los asuntos de los grandes señores, ni de letras u otros menesteres a los que no
llegaban por su condición de pobres. Vivía allí un señor, el buen prior de la Orden, don
Fernán Rodríguez, que se ocupaba de esos temas mayores. Ayudó a muchos habitantes
del pueblo y a los canteros de los alrededores, ofreciéndoles trabajos para hacer su gran
iglesia, la de San Juan Bautista, patrón de los hermanos de la Cruz de Malta. Todos los
que lo necesitaban se acercaban a las puertas de su casa, un gran palacio parejo al castillo
del pueblo, para pedir limosnas y trabajo. El buen prior requería de hombres fuertes y
conocedores de la construcción de iglesias, peones con ganas y artesanos con gusto. No
escatimaba en las limosnas ni en los pagos de trabajos. La Orden y grandes personajes de
la época estimaban su poder negociador y su inigualable sentido de la equidad.
En aquel año, acertó a pasar por el pueblo un juglar, Beltrán el incansable, un
errante, que iba de aldea en aldea, de castillo en castillo, transmitiendo algunas técnicas
musicales y poéticas que había aprendido aquí y allá, noticias y chascarrillos de gentes
pobres con poca cultura e impregnadas de la tradición oral.
Había llegado con demasiado esfuerzo, pues la fiebre estaba haciendo mella en él.
Ansiaba llegar a Castronuño para alojarse en el hospital de peregrinos, a las afueras de la
muralla. Allí quizás podrías descansar, en su camino hacia Santiago y reponer las fuerzas
vencidas por alguna enfermedad que asolaba estas tierras. Comenzaba a divagar y el
mundo que miraba a su alrededor empezó a tornarse oscuro, desfigurado, temeroso. De
pronto, en la puerta del mismo hospital, cayó con su viola a la tierra, sonando el golpe de
la caja de madera y la vibración de sus cuerdas a la vez. Varios peregrinos que estaban en
la entrada lo vieron y se apresuraron a recogerlo. En el hospital pasó varios días hasta
recobrar el conocimiento.
– ¿Dónde estoy? -balbuceó
– Estáis en tierra ajena, -escuchó una voz ronca que provenía de la oscuridad de la
habitación-, tierra de Castronuño. ¿Cómo os llamáis? Poca alegría traéis para ser juglar…
– ¿Quién sois vos? Mi nombre es Beltrán, ¿qué me ha pasado?
– Me llamo Patrús, cantero de Zamora. Estáis en el hospital de hombres. Habéis pasado
por una fiebre de las que se tienen por aquí, pero con mejor suerte.
– ¿Qué os ha pasado en la pierna? -preguntó Beltrán al ver la venda de la pierna del
cantero-
– Uno de mis cantos, que me jugó mala pasada…Pero en pocos días espero seguir
trabajando, estamos construyendo una iglesia en el pueblo, la segunda, pero más pequeña,
para el prior y su familia.
-Oye…y ¿creéis que podré ofrecer mis “otros cantos” al prior o al señor del castillo por
unos jornales?
-Bueno, de momento, tenéis que recuperar fuerzas, arreglar vuestra viola, que se rompió
cuando caísteis exhausto por la fiebre y luego…ya veremos- sentenció Patrús,
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desapareciendo en la oscuridad de la gran habitación- tenemos ganas de escucharos y
divertirnos un poco…
Beltrán se recuperó pronto de aquella fiebre que se llevó a tanta gente. Salió del
hospital de San Ildefonso y comenzó buscando al cantero que conoció allí. Fue hasta la
iglesia Santa María del Castillo, una iglesia con un gran torreón que miraba al río Duero,
al Este de otra iglesia en construcción. El trovador pensó que aquella era de la que hablaba
Patrús.
Allí faenaban muchos canteros, peones y siervos a pesar de la inclemencia del tiempo, el
aire frío del norte gozaba metiéndose en aquel alto del castillo y soplaba por las rendijas
de las murallas.
-¡¡Patrús!!- escuchó a lo lejos entre el ruido de los carros y piedras.
Dirigió la mirada hacia una especie de ábside semicircular que se alzaba en sillería. Allí
estaba el maestro Patrús, con su cantería en marcha. Seguía con la venda, pero con más
brío.
– ¡Buenos días cantero! -le gritó Beltrán.
– ¿Ya estáis repuesto, trovador? Pues cantadnos alguna de sus historias de tierras lejanas
y así animáis al personal, ja, ja, ja…
Sonaron unas notas de viola y Beltrán cantó:
“Un castillo está en Castronuño que en el mundo no le hay tale, mas para vos vale, el rey, que para el
prior de Sant Juane. Convidédesle vos, el rey, convidédesle a cenare, la cena que vos le diésedes sea
como en Toro a don Juane, que le cortéis la cabeza sin ninguna piedade: desque se la hayáis cortado, en
tenencia me lo dade”.
– Necesito que me llevéis al buen prior don Fernán- susurró entre dientes.
– Está bien, esperadme en la puerta grande de la muralla y os llevaré hasta él- prometió el
cantero, aunque algo desconfiado.
Beltrán no dejaba de observar a los canteros con sus picos y cinceles, las formas
de las piedras, los dibujos que les hacían, en especial las de su conocido amigo del
hospital, una marca en forma de llave.
Castronuño tenía buenos artesanos, como peleteros, herreros, ebanistas y otros oficios.
Quizás podría llevar su viola a que la arreglaran, que era su herramienta de trabajo, sin la
que no podría hacer lo que más le gustaba: componer música, con lo que fluía en la vida;
contar historias era añadido, no tan divertido, pero era consciente que casi todo el mundo
era lo que más valoraban, a casi nadie le gustaba la armonía, las composiciones musicales.
Su condición de judío era el secreto mejor guardado, escondido tras la apariencia de un
juglar que hace reír a sus semejantes, cantándoles los chascarrillos de los pueblos de al
lado. Mientras pensaba en todo aquello, una mano le sacudió en su hombro
sobresaltándole…
-Sígueme, trovador, el prior tendrá a bien conoceros, hay demasiada tristeza en estos
lugares.
Siguiendo a Petrús aquel trovador comenzó a sentir que sus piernas flaqueaban,
necesitaba dejar muy claro al noble caballero y monje de la Orden que él era cristiano y
pensó que lo mejor sería no hablar del tema.
-Abrid la puerta al cantero Petrús, necesito hablar con vuestro señor-, dijo al soldado de
la puerta.
Se abrió la puerta mayor de la muralla y a cien pasos, al lado del castillo, se
hallaban las estancias en que moraba el prior de la Orden de Santiago. Tocó la gran aldaba
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de hierro, con forma de estrella de ocho puntas. No se demoraron mucho en abrir. Una
doncella con ojos castaños y voz dulce les avisó de que aguardaran a que el señor supiera
de aquella visita inesperada. Les cerró la puerta sonando un ronco golpe y se hizo silencio.
Parecía mentira, pues a tan solo unos metros de allí se estaba construyendo una iglesia.
Pero ese día, el sol reinaba con fuerza a pesar de la rotunda helada y los pájaros enseñaban
de vez en cuando su canto para dar paso al silencio que formaban las enormes piedras del
castillo y el laberinto de murallas. Se volvió a abrir la puerta y la mano blanca y fina de
la doncella, con un gesto para que les siguieran, se entrevió por la oscuridad. Petrús hizo
un ademán con la cara al juglar y éste siguió sus pasos. Las estancias eran gallardas, bien
amuebladas, pero sobrias, con el carácter del cister. Después de un gran pasillo, a lo lejos,
se adentraron los tres, en fila, en una habitación en la que el prior acogía sus asuntos.
-Acercaos -gritó el caballero-. Retírate, doncella, -acompañando las órdenes con la mano
derecha-, decidme, ¿qué asunto tan importante os trae?
-Don Fernán, -dijo Petrús-, os traigo al primer juglar que pasa por estas tierras en mucho
tiempo. He pensado que sería una buena inversión que nos deleite con sus cantares en los
ratos de descanso de los trabajadores. Así faenarán mejor.
-Acercaos juglar, ¿cómo os llamáis?
-Mi nombre es Beltrán, señor, y estoy a vuestra disposición -contestó tembloroso el juglar.
-Muy bien, Beltrán, habéis tenido suerte, pues confío en el buen gusto de mi cantero
zamorano. ¿Podréis cantarme algo?
-Con gusto, aunque mi viola está algo rota por accidente, os deleitaré igualmente- afinó
las cuerdas y comenzó a entonar una melodía sencilla, pero a la vez de gran gusto…
“Pasos de un peregrino son errante
Cuantos me dictó versos dulce Musa,
En soledad confusa
Perdidos unos, otros inspirados…”
-Parad!! Estáis contratado. Esta noche realizo una cena para varios obispos y clérigos de
nuestra Orden, ensayad unos cantares y venid al ocaso, mi doncella os dará nuevos
ropajes. Gracias, pues mi amigo Petrús.
-Gracias mi señor, estamos muy agradecidos por todo -contestó el cantero.
Salieron de la casa y aún tenía las piernas y la voz con temblores. Beltrán necesitaba
llevarse algo a la barriga, y en sus ojos comenzaron a salir lágrimas.
-No temas, trovador, vas a comer caliente en la posada Pepe, que hoy te invito yo a cambio
de unas notas musicales, pues lo haces con brillantez…
El suspiro de aquel momento se tornó en alegría en los días y semanas sucesivas,
pues ganaba jornales y no los desperdiciaba, algo raro en los juglares, aunque nadie se
fijaba en esos detalles. En sus cantares, hablaba de amores, familias en guerras de los
pueblos cercanos y de un Dios que no era el suyo, pero que conoció muy bien con el
devenir del tiempo.
Uno de esos días, el prior lo llamó a su casa. Le pidió un trabajo por el que le
pagaría el doble y así podría arreglar su viola. Necesitaba una melodía para el órgano que
pondría en la iglesia que estaba construyendo. Ese fue el reto que jamás nadie le había
impuesto. Una alabanza a un Dios que no era el suyo. Tendría que encontrar la manera
de contarle al mundo que su creación iba a ser una mentira. Salió por la senda de los
almendros, cuando la primavera empieza a vestir de blanco los árboles con sus finas
florecillas. Recogió un tronco de encina del suelo. “Será de algún artesano, -pensó-, que
se le habrá caído”. Decidió hacer una pequeña caja de música. Pero lo haría en secreto.
Cuando nadie supiera que él trabajaba. Había observado la técnica del ebanista en alguna
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visita a su taller. Podría hacer una pequeña caja y luego, encerrar en ella la auténtica
música para Yahvé, su Dios. Comenzó a tañir con su viola y cantó en voz muy tenue:
“De una encina embebido
En lo cóncavo, el joven mantenía
La vista de Hermosura, y el oído
De métrica armonía”
Así, tallaba y tañía en las noches y en las soledades. Cuando pasaron unos años,
la iglesia de San Juan Bautista estaba casi terminada. Al igual que su cantar: el que dejaría
para el órgano con la letra cristiana y su canción judía, con la misma melodía. El plan era
enterrar aquella caja con la canción judía, en un canto con la marca de Petrús, el cantero
de la llave, quizás para que en otras épocas alguien la encontrara y no se llevara las notas
el frío viento que arrecia en las noches de invierno, en lo alto de la Muela, o las aguas del
gran Duero.
Y así fue. En 2018 pasó por Castronuño un peregrino que venía de la Ruta de la
Plata, pero estaba atraído por el paisaje de este pueblo, del que le hablaron otros
peregrinos encantados del lugar y sus gentes. Key era un músico rapero que encontraba
la inspiración en los problemas de las gentes, por eso decidió hacer el camino de Santiago.
Encontró historias de todo tipo, pero ninguna tan impresionante como la que le esperaba
en Castronuño.
Al llegar, se dirigió al bar Sevilla, pues en La Nava le indicaron que allí era donde
le sellaban el carné; poco después, se presentó una voluntaria del albergue, que le orientó
en lo elemental del pueblo: el supermercado, los bares, la iglesia, la Muela…Ese sábado
se hacía una visita guiada a la iglesia. Así que se fue al albergue, se duchó, comió dos
piezas de fruta y se fue a la visita guiada. El chico que contaba la historia de la iglesia le
estaba durmiendo con la voz monótona, con lo que Key comenzó a mirar las marcas de
canteros de las piedras de aquellos muros. “¡Menudos bichos estos monjes soldados!, -se
dijo-, sabían dónde poner el culo…”
Mientras pensaba aquello, se descubrió, sin darse cuenta, en el coro de la iglesia.
Observó el arco apuntado que tenía enfrente y pensó que era una pena que las reliquias
no se conservaran. De pronto, la luz que entraba por el gran óculo señaló una marca de
canto, una llave, como la de su colgante. Aquello le pareció una casualidad divina. Él no
era creyente. Tenía su propio Dios, que era la música. Tocó con el dedo la marca y
descubrió que la piedra era caliza y se desmoronaba. Entonces, miró a todos lados por si
alguien estaba observándole. El grupo era muy numeroso, unas 70 personas de todas las
edades, pero nadie se percató de lo que hacía. Esperó a que todos bajasen las escaleras.
Entonces, siguió raspando la piedra con el dedo y su llave de plata, hasta que en pocos
minutos se rompió dejando ver un agujero en su interior. Cabía su mano y pudo sacar un
objeto. Mirando muy nervioso a un lado y otro, guardó aquel objeto en su mochila. Sacó
un kleenex y se limpió el sudor que le habían causado los nervios en la cara. Suspiró y
bajó las escaleras. Ya estaban saliendo las últimas personas del grupo.
Con gran ansiedad, tomó el camino al albergue, sin reparar en la belleza de la
Muela ese día de primavera, cuando empieza a vestir de blanco los árboles con sus finas
florecillas, da igual el año, da igual…
“¿Qué he hecho?”-se dijo. Cuando llegó al albergue, cerró con llave y soltó la mochila.
Bebió unos sorbos del brebaje que llevaba para el camino, y respirando profundamente,
sacó aquello de su bolsa. Estaba envuelto en una tela como de saco, color marrón, atada
con cuerda. Fue desenredando la cuerda y al abrir la tela, descubrió una caja de madera;
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en la tapadera, había tallada una estrella de David. Destapó aquella intriga de caja y
encontró dentro una especie de papel enrollado. Al desenrollarlo pudo hallar una partitura
extraña que no conocía, con una firma que atinaba a leer como Beltrán, joglar del prior.
Necesitaba encontrar sentido a aquel hallazgo. Sacó de su mochila un teclado de
juguete que decidió llevar en su camino para no echar de menos el de su estudio de
grabación. Comenzó a tocar aquella pieza, de armonía desconocida, pero de sonoridad
extraordinaria. “¿Quién sería Beltrán? ¿Por qué esconder esta partitura? ¿Qué secreto
guardaba aquella caja?”
No podía pensar, sólo le asaltaban preguntas sin cesar, casi no reparaba en la
belleza de la canción. Terminó de tocar las seis notas de la canción. “Está claro que era
judío el tal Beltrán, pero en esa época no estaban bien vistos, quizá por eso escondió la
partitura. Tenía que esconderla para no ser perseguido, como yo algunas veces cuando
canto. Pero, ¿por qué lo hizo? No hay sacrilegio en ella.” Se echó en la cama pensando
en las razones y se quedó dormido.
Con los primeros rayos de luz, las bandadas de gorriones nuevos avisan de que el
sol ya ha llegado. Key había descansado suficiente para seguir el camino. Recogió la
mochila con su gran tesoro recogido en aquel lugar, desayunó y siguió su camino hacia
Toro y Zamora. Sus andanzas por todos los lugares fueron memorables en su cuaderno
de bitácora. Pero ninguna comparada con la de Castronuño.
En el mes de mayo logró llegar a Santiago de Compostela. Pudo entrar en un
albergue sin problema, ducharse y acercarse a abrazar al santo. Estaba impresionado por
la belleza de la ciudad vieja, por la catedral y sus piedras. Ese día, estaba muy alterado,
pues la emoción de llegar a la meta hace que, sin querer, todo vaya más deprisa, todo se
viva con más fuerza, los sentidos se despierten con los poros del cuerpo, todo huele más,
todo se escucha más; es una sensación difícil de contar, sólo es un momento para vivirlo.
Subió las desgastadas escalinatas que llevan al santo y cuando vio su capa de plata, con
una llave y una caja talladas, creía que iba a marearse. Abrazó aquella figura venerada
por medio mundo y bajó por las otras escaleras. De pronto, los dos órganos de la catedral
comenzaron a sonar con aquellas seis notas, como en la partitura de Beltrán, y con las
piernas temblorosas, acertó a sentarse en un banco de aquella iglesia. Cerró los ojos y se
dijo rapeando:
“Da igual el siglo, da igual el lugar,
en el camino siempre encuentras llaves que abren tus sentidos;
da igual el tiempo, da igual la gente,
en el camino descubres cajas que te enseñan quién eres;
vale la pena el camino, vale la pena la vida
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