Acudí como cada miércoles a visitar a mi tía abuela Catalina a la residencia donde vivía. Ella era una persona entrañable, aunque su Alzheimer cada vez más avanzado le impedía ya incluso reconocerme. A pesar de ello, siempre me recibía con una enorme sonrisa.
La semana anterior su terapeuta me había recomendado que le enseñara fotos para ayudarla con su memoria. Sin embargo, yo no sabía dónde obtener fotos y ella no conseguía recordar en qué lugar guardó las suyas.
Por casualidad, si es que eso existe, la casualidad me refiero, me topé con una red social en la que había un grupo donde la gente colgaba fotos. El grupo se llamaba “Castronuño, fotos para el recuerdo”. Fue un golpe de fortuna que llegó en el momento adecuado.
Así que allí estaba yo con mi tableta, dispuesta a despertar en mi tía recuerdos y vivencias del pasado. Al principio ella no comprendía lo que le estaba mostrando, no reconocía los rostros. Sí mostró alegría cuando vio la plaza de toros de palos. Sin duda algún recuerdo volvió a su mente porque prestó más atención a partir de ese momento.
Ante ciertas fotografías balbuceaba algún comentario queriendo rememorar. Yo continuaba pasando retratos hasta que de pronto cambió su semblante. Su rostro manifestó una angustia que jamás había visto en ella. Me miró y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Lloraba en silencio. Al momento, ya ausente, yo le preguntaba pero no contestaba.
Cuando llegué a casa volví a encender la tableta para observar detenidamente la foto que había provocado esa catarsis en Catalina. Allí estaba, era el retrato de un hombre.
Me dispuse a saber lo que significaba, pero en verdad yo no conocía muchos detalles sobre su vida más que lo que me había contado mi padre.
Catalina era hermana de mi abuela Teresa. Vivían juntas pues ella era soltera y mi abuela enviudó joven. Entre las dos habían criado a mi padre y a mis tíos.
Catalina nunca me habló de ella, vivió por y para su hermana Teresa hasta que ésta murió. Lo cierto es que siempre estuvo a la sombra de Teresa. Mi abuela era una persona fuerte en todos los sentidos, físicamente era un portento.
Septiembre era el mes favorito de las hermanas, solían salir a recoger moras, almendras y todo lo que encontraban en San Lázaro, Mucientes, la Fuente de la Salud, la Cascajera y demás bellos parajes de Castronuño.
Se puede decir que en aquella época fueron felices.
Entonces llegó la enfermedad de Teresa, en el peor momento quizá, cuando uno por fin puede relajarse y empieza a disfrutar de la vida, de la vida de verdad, de lo que debería ser la vida…
Con una necesidad tremenda de encontrar respuestas recurrí de nuevo a “Fotos para el recuerdo”. Nadie había escrito ningún comentario bajo la foto en cuestión así que decidí preguntar si alguien sabía quién era el hombre que aparecía en ella.
A los dos días por fin alguien respondió:- “Según mi padre ese era el marido de Catalina “La abandonada”. Fue compañero suyo en la obra del canal de San José”
¿Marido de Catalina “La abandonada”? No daba crédito a lo que estaba leyendo. Mi tía era soltera. Nerviosa volví a escribir: “¿Me puedes decir algo más de este hombre, por favor?” Al momento, mensaje:
-“No te puedo decir nada más, mi padre no recuerda ni siquiera su nombre, sólo que se marchó a Brasil poco después de que se tomara esta foto. Lo siento.”
Esa misma noche me llamaron de la residencia, Catalina había fallecido mientras dormía. Ya todo lo demás dejó de tener importancia…
Después del entierro mis padres fueron a recoger sus pertenencias. Por la noche mi padre me llamó para decirme que en un cajón, entre la ropa de Catalina, habían encontrado una carta para mí. “¿Para mí?” “¿Una carta de mi tía para mí?”
Estaba claro, un sobre cerrado en cuyo exterior ponía mi nombre.
Catalina hacía mucho tiempo que no acertaba a escribir. No me explicaba qué hacía una carta dirigida a mí en uno de sus cajones.
Esa misma noche fui a por la misiva, sin embargo no empecé a leerla hasta que estuve de nuevo en casa. Abrí el sobre con cierta excitación y desde las primeras líneas empecé a entender:
Mi querida Shara,
Hoy me han comunicado a qué se deben mis continuos despistes y antes de que pierda completamente la cabeza me gustaría poder contar mi historia.
Me dirijo a ti porque eres una de las pocas personas que han mostrado sincero interés por mí en mucho tiempo y me siento tremendamente feliz y agradecida de que hayas entrado en mi vida.
Quizá a estas alturas ya te hayas enterado de mi apodo,” La abandonada”, o quizá no. De cualquier modo me gustaría explicártelo. Más por mí que por ti, es como una especie de terapia. Jamás he hablado de esto con nadie, ni siquiera con mi hermana, tu abuela. Entre nosotras no había secretos pero tampoco me pidió explicaciones cuando ocurrió todo. Me aceptó y ya está, ¿no es eso el amor?, ¿el amor fraternal?, ¿el amor incondicional?
Estuve casada. Conocí a mi marido cuando él vino con su padre, sus hermanos y otro grupo de hombres a construir el canal de San José. Eran gallegos y se instalaron en Villafranca. Durante unas fiestas de “San Miguel” él vino a Castronuño y nos conocimos. Se llamaba Antonio, era un apuesto mozo de sonrisa fácil. Después vino a verme varios domingos. Solíamos pasear por “La Muela” después de misa.
Cuando terminaron las obras del canal, su padre y el resto de los obreros emprendieron camino a Córdoba. Antonio decidió quedarse y nos casamos. De su familia poco supe después, más que su padre fue dejando hijos casaderos por toda la geografía española.
Antonio era aventurero y me convenció de que nuestro futuro estaba en Brasil. Escuchaba maravillas de sus compañeros emigrantes. Así que recién casados y sin apenas conocernos cruzamos el océano.
A tu abuela no le gustó en absoluto la idea. Su sexto sentido le alertó pero no se opuso. Lo único que hizo fue darme un consejo: “Cuando empieces a vivir como algo normal lo que antes te escandalizaba, huye.”
En ese momento no lo entendí pero unos meses más tarde cobró sentido y comprendí que fue el único y mejor consejo que había recibido en mi vida.
Al poco tiempo de instalarnos Antonio encontró trabajo y se reencontró con la bebida. De modo que cuando no estaba trabajando estaba ebrio.
Fui consciente enseguida de que esa afición a emborracharse era algo nuevo para mí pero no para él, y que eso no iba a cambiar. Sabía que no resistiría en un país extranjero, sin mi familia, sin amigos, con un marido que no me respetaba y donde ni siquiera conocía el idioma. Entonces recordé el consejo que tu abuela me había dado. Añoré el mes de Septiembre entre almendros y zarzamoras, entre chopos, sauces, álamos, fresnos y majuelos. Metí todos esos recuerdos y añoranzas en una maleta y a pesar de estar tan enamorada de Antonio como el primer día regresé a España, a Castronuño, con mi gente.
Fue la decisión más difícil y rápida que he tomado en mi vida. Seguramente si lo hubiera pensado con más detenimiento, ahora mis huesos estarían descansando allí.
Llegué exhausta del viaje. Ansiaba llegar a casa, sin embargo, cuando entré en el pueblo, en lugar de dirigirme a ella empecé a subir por una calle, otra calle, ni siquiera sentía ya el agotamiento. Era como si una fuerza inexplicable tirara de mí hacia arriba, hacia “La Muela”. Una vez allí me llené con la grandiosidad del paisaje, con sus árboles y sus aves. Observé la impresionante curva que dibuja el río Duero, el majestuoso río, mi río… Y entonces desapareció el arrepentimiento por la huída, perdí la angustia, se desvaneció el cansancio y olvidé los últimos meses de penurias. Una poderosa energía surgió de mi interior como si la naturaleza me estuviera diciendo: “No te preocupes, ya estás donde deber estar. Tranquila, ya pasó todo, ya estás en casa.”
Por aquel entonces tu abuelo ya había fallecido por lo que me instalé en casa de Teresa. Fue entonces cuando perdí mi apodo de la familia y la gente de Castronuño empezó a llamarme “La abandonada”. Corría el rumor de que Antonio había conocido a una exuberante mulata y me había comprado el billete de vuelta a España.
Salvo eso y alguna alusión de D. Luis en la misa del domingo, no se habló mucho del tema.
Te preguntarás por qué nunca dijimos nada. Te recuerdo que en aquellos tiempos, cualquier desliz significaba una deshonra familiar y era mejor ocultar y olvidar.
Espero que me recuerdes como alguien fuerte que amó por encima de todo a su familia y a sí misma.
Tuya,
Catalina
4 octubre, 2019
Precioso.
19 noviembre, 2019
Me ha gustado mucho este relato.