SEGUNDO PREMIO
I Concurso de Relatos Breves de la Biblioteca Municipal de Castronuño
Título: El secreto del abuelo
Autor: José Roales de la Huerga
Categoría 4 (Adultos)
EL SECRETO DEL ABUELO
El abuelo nació con la guerra. A los cinco años vio el comienzo de la construcción de la presa, ya en la postguerra. Tenía diez cuando asistió –todo el pueblo de Castronuño estuvo allí- a su inauguración, un 3 de octubre. Él me enseñó la canción de La Vaca Lechera y con él aprendí a bailar El Palillo.
El abuelo me llevaba muchas veces a jugar a La Muela cuando era pequeña. Ya de mayor paseamos juntos por allí en múltiples ocasiones. Pero solo la última vez me confesó que no íbamos por mí, sino por él. Tenía un secreto que hasta entonces no había contado a nadie.
-Te lo contaré hoy –me dijo ese día-, porque ya soy mayor y no tardaré en irme.
-Abuelo –siempre lo mismo-, ya estamos con que te estás muriendo. ¡Si estás hecho un chaval!
Nos sentamos en el banco de costumbre. Parecía reservado para nosotros. Abajo, en la vega, teníamos la presa con su característico azul claro, al final del pantano. Algo más allá apenas se distinguía Villafranca y, al fondo, en un alto, se silueteaba Toro, en tonos ocres y grises.
-Todo empezó un día que bajamos los chicos a la presa –comenzó a contar-. Nos sentábamos en el puente, que entonces era solo peatonal, y competíamos a ver quien hacía más ranas. Yo era bueno en eso, la mayoría de las veces les ganaba a todos.
»Bajamos, como siempre, por la Senda de los Pescadores, hasta lo que hacía de puerto para las barcas de los que pescaban de forma profesional. Hoy ya no existe –apostilló, nostálgico-. Después seguíamos por la orilla, entre el agua y la carretera, hasta la presa. Íbamos recogiendo piedras para la competición. Cuanto más planas, mejor.
Hizo una pausa y me miró.
-¿Sabes cómo se hace?
-¡Abuelo…! –Protesté-. Que yo he jugado muchas veces a eso.
-¡Ah!, ¿sí? –Siempre hacía la misma broma cuando hablábamos de algo que había aprendido de él-. ¿Y quién te ha enseñado?
-Tú… –le respondí, resignada.
Sonrió y sacó una piedra del bolsillo. Me la dio. Era excelente. Plana, lisa, pulida. Ideal para hacer ranas.
-Pero es para que la guardes de recuerdo –me advirtió-. Si la utilizas ya no la podrás recuperar. -Quedó un momento callado, como ido; y dijo, casi en un susurro-: o quizá sí.
-Eso está hecho, abuelo –le respondí con entusiasmo-. Pero no te pierdas, me estabas contando una historia.
El abuelo asintió y se puso serio.
-Íbamos por la orilla, cuando me agache por una piedra. Esa que te acabo de dar. ¡Desde entonces la guardo! Era tan perfecta, que no resistí la oportunidad y la lancé. Hizo muuu… -alargó la sílaba- …chas ranas. Pero en seguida me arrepentí. Con ella podría haber ganado la competición de ese día.
-Abuelo –le interrumpí, admirada-, ¿la volviste a encontrar?
-Deja que te cuente la historia, y lo comprenderás. -Y prosiguió-: Como te iba diciendo, hice el mayor número de ranas de mi vida, pero me arrepentí al instante de haber tirado la piedra.
»Ese día no gané. Pero tampoco perdí. –Dibujó una sonrisa en su cara-. No hubo competición –aclaró-. Comenzó a llover y todos salieron corriendo, de vuelta al pueblo. Yo no. Siempre me ha gustado la lluvia del verano. Me gustaba quitarme la camisa y recibirla en el cuerpo desnudo. Entonces no teníamos duchas, ni sabíamos nadar.
»Caminaba despacio, cuando oí un chapoteo, un golpe plano y seco sobre el agua. Cuando miré, solo vi las ondas en la superficie, como cuando cae una piedra –volvió a callar, mirando a lo lejos, ido otra vez-. Solo que la piedra salió del agua y cayo a mis pies.
-Abuelo –me reí-, te estás quedando conmigo.
-¿Que me estoy qué?
-Que te estás burlando de mi –le aclaré.
-No, hija, no me estoy burlando de ti. –Me dio un pequeño capón-. ¿Cuándo se ha burlado tu abuelo de ti?
-Vale, abuelo… -admití, rascándome la coronilla-. Tú nunca te burlarías de mí. ¿Entonces, qué fue lo que paso?
-Lo que te he dicho. La piedra salió del agua y cayo a mis pies. –Levantó el índice y se lo acercó a la boca-. Y déjame hablar.
No dije nada. Solo asentí con la cabeza medio resignada, medio impaciente. Y el abuelo siguió con su historia.
-Al día siguiente gané la competición de corrido. La piedra hizo tantas ranas, que fue la única conversación de la pandilla en todo el día.
»Al regresar al pueblo, me quedé rezagado adrede. Y esperé solo, en el lugar del día anterior, a ver si pasaba algo. El mismo chapoteo, el mismo golpe plano y seco. Y la Piedra cayó de nuevo a mis pies.
»¡No me lo podía creer! Salí corriendo dispuesto a contárselo a los demás. Pero cuando llegué ante ellos, no tuve valor para hacerlo. Se habrían reído de mí, seguro.
»Así que callé y comenzó a ser un secreto. Hasta hoy.
-Y seguirá siéndolo –le aseguré-. Un secreto entre tú y yo. –Dudé un momento-. ¿Y eso fue todo?
El sol se iba poniendo a lo lejos; dejaba a nuestros pies, sobre el agua del pantano, reflejos bermejos y ambarinos. Un cernícalo se cernía sobre el tomillar de la pendiente. Algunas grullas sobrevolaban los carrizos de la ribera. La cigüeña se posó en su nido, sobre el viejo y desmochado tronco casi seco.
-No. –El abuelo pareció volver de un ensueño-. A partir de ese día, durante varias semanas, convencí a los chicos para bajar todos los días a hacer ranas. Yo ganaba siempre. Y todos los días recuperaba la piedra de la misma manera.
»Solo en alguna ocasión me pareció ver reflejos dorados en el agua; pero siempre escuché el chapoteo y el golpe plano. Y la piedra volaba hasta mis pies.
»La verdad es que muchos días no hacía falta convencerlos. Estaban picados conmigo y querían ganarme a toda costa. Pero la piedra no les daba opción. –Otra pausa-. Al final se cansaron. No volvimos a hacer ranas nunca. Bueno –se corrigió en seguida-, no volvieron ellos; yo casi todos los días me escapaba, hacía las ranas con la piedra y, a la vuelta, me paraba a recuperarla en el sitio de siempre.
Ya casi se había puesto el sol por completo. La luna nueva presagiaba una noche oscura. Pero las farolas del paseo de La Muela se encendieron. Teníamos una a nuestro lado. Por culpa de su luz, artificial y amarillenta, dejamos de ver el cielo, que seguramente se iba llenando de estrellas a medida que la noche se acercaba.
-Con el tiempo dejé de bajar a la presa, pero desde aquí intuí esa presencia muchas veces. El reflejo dorado, el agua ondeando como olas del mar… incluso el chapoteo me pareció oír más de una vez. Auque hace ya muchos años que no bajo a hacer ranas, la piedra siempre va en mi bolsillo. Bueno, ahora ya no irá, porque la tienes tú.
Calló.
-Y siempre la llevaré encima. –Sentí la obligación de decírselo, pensé que eso le agradaría.
-Gracias, hija. –Pareció que, efectivamente, mis palabras le gustaron.
No hablamos nada más.
Le miré tiernamente. Parecía tan poca cosa… Pequeño, con su gorra campera de cuadros y un palillo en los labios. Entre las manos, la cachaba de siempre, hecha por él mismo.
El abuelo agachó la cabeza. Yo sabía que se podía dormir, no sería la primera vez. Estaba prevenida. Saqué una pequeña manta y le tapé, como en otras ocasiones. Aún en verano, el frescor de la noche podía ser perjudicial para un hombre de su edad.
Miré hacia la presa. Sus luces, a lo lejos, se reflejaban en las aguas cercanas a ella, único espacio del embalse que no quedaba a merced de la oscuridad. Y de repente –di un respingo- vi un reflejo dorado que se movía por la superficie iluminada. Y hasta me pareció oír, algo más tarde, un chapoteo y un golpe seco en la oscuridad que se extendía abajo, en la vega.
Miré al abuelo. Y dibujé en mi cara una amplia y cómplice sonrisa.
F I N
22 junio, 2017
Un relato de gran sensibilidad entre un abuelo y su nieta,en la que se verán reflejados todos los abuelos. Un premio merecido.