La aceña

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES DE LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DE CASTRONUÑO

Título del relato: La aceña  (O cómo Lázaro de Tormes acabó de molinero en Castronuño)

Categoría 4 (Adultos)

Autor:  Xavier Bagues Llagera 

 

Era 27 de abril del año del Señor de 1525, Lázaro de Tormes había acabado de pregonar por todo Toledo las verduras llegadas de la huerta de la Alberquilla cuando se dirigió a toda prisa hacia la Puerta de La Bisagra donde una multitud esperaba la entrada del nuevo rey Carlos I, que había convocado Cortes en el monasterio de San Juan de los Reyes. La venida del rey era una gran noticia, sobre todo para el negocio -pensó Lázaro de Tormes-, todo lo que se vendía en Toledo pasaba antes por sus manos para que lo  voceara por la ciudad que se llenaría, por semanas, quizás meses con el extenso séquito que acompañará al monarca; nobles, caballeros, frailes, clérigos, hidalgos en busca de favores, sirvientes, pícaros, ladrones, barraganas que atestarán las mancebías extramuros etc… Seres de carne y hueso, creados por Dios Nuestro Señor, con sus vicios y virtudes, más de las primeras que de las segundas y todos necesitarán comer, y si el yantar es abundante también demandarán buen beber -se dijo a si mismo mientras se acomodaba en un sitio preferente-, porqué por experiencia con sus anteriores amos sabía que si algo tenían en común todos ellos, incluidos los servidores de la iglesia, y que los igualaba al resto de mortales era comer, beber y fornicar.

A medida que pasaban las semanas la faltriquera de Lázaro fue aumentando de grosor gracias a los maravedíes, medio reales y reales que se multiplicaban como en el milagro de los panes y los peces, pero… “poco duró la alegría en casa del pobre” como bien dice el refrán en este caso, ya que al mismo tiempo se intensificaron los chismes y murmuraciones pues ya es sabido que “la lengua siempre va do duele la muela”, sobre las entradas y salidas de su esposa, a horas inapropiadas para una mujer casada, de la casa del arcipreste de San Salvador. En estas cuitas se hallaba el pobre Lázaro cuando una noche en un sombrío figón del pasadizo de Pozo Amargo, donde remojaba sus aflicciones con vino saldado oyó, entre tufos de vómitos agrios y vahos de alcohol barato, retazos inconexos de una conversación entre dos personajes amparados en la penumbra de un alejado rincón. Avezado a escuchar las chácharas de tabernas, como si fuese invisible, fruto de sus años de pícaro y ladronzuelo, unas palabras cazadas al vuelo captaron su atención. -…San Juan de Jerusalén…lenguas…donde el Duero da gran vuelta…Fernández de Heredia…sepulcro…ermita…riquezas… Quizás la fortuna volvía a ofrecerle una postrera oportunidad. Ahora tenía ante sí un rompecabezas que debía resolver lo antes posible.

Sus años como pregonero en Toledo le habían procurado el conocimiento de personajes de todos los estratos sociales. Entre estos estaba un canónigo del archivo capitular de la catedral, más apegado a los bienes terrenales que a los espirituales, y que hacía negocios de compra venta de vinos con Lázaro. Con los dineros que el tal canónigo sangraba, con mucha maña, del refitor del cabildo, compraba vino de dudoso carácter a Lázaro que después éste revendía, como de alta calidad, al propio cabildo y al arzobispo de la catedral de Toledo, yendo las ganancias a los bolsillos del canónigo y una pequeña porción a los de Lázaro. Gran verdad es que “El que confía sus secretos a un hombre se hace esclavo de él”, pero también lo es que “La palabra es plata y el silencio oro”, y el canónigo bien me querría mudo y callado -se dijo a si mismo Lázaro-, mientras se encaminaba hacia la Catedral.

Merced a la obligada disposición del canónigo, sus conocimientos sobre historia eclesiástica y las ansias de seguir sisando al cabildo, Lázaro obtuvo esperanzadoras informaciones sobre la conversación oída días atrás en el figón.

El canónigo por la información que le había facilitado Lázaro, que había obviado lo de las riquezas, porque como había aprendido con el clérigo al que había servido “Arca cerrada con llave, lo que encierra nadie sabe.”, llegó a la conclusión, al cabo de unos días de rebuscar en los libros de la biblioteca catedralicia, que el Fernández de Heredia sobre el que estaban hablando los dos desconocidos debía ser Juan Fernández de Heredia, gran maestre de la Orden de San Juan del Hospital de Jerusalén durante el siglo XIV; las lenguas con toda seguridad aludían a los países o administraciones territoriales en que se dividía la orden, y que apareciese el río Duero en la charla confirmaba, para el canónigo, que hablaban sobre las tierras de Castilla que era una de las ocho divisiones que tenían los caballeros hospitalarios. Después de que el muy instruido y más timador eclesiástico alcanzase a discernir la primera parte del enigma, lo de la, ermita, y donde el Duero da gran vuelta fue para él de sencilla solución. La respuesta al enigma sólo podía ser Castronuño, una pequeña población castellana a orillas del río Duero cerca de Valladolid donde había existido un castillo y que conservaba una ermita del Santo Cristo que había sido levantada por la Orden de San Juan del Hospital de Jerusalén.

El lunes 19 de mayo de 1525 Lázaro de Tormes, después de despedirse agradecido de su esposa y del arcipreste, gracias a los cuales había comido los últimos años, abandonó Toledo por la puerta del Cambrón. A unas leguas de San Martín de Valdeiglesias camino de El Tiemblo, en una tasca a pie del camino, se topó con un muchacho de unos diez años, un hijo de la tierra, de nombre Bernardo, que le evocó la imagen de un jovencísimo Lázaro mendigando por tierras de Salamanca, no tanto por sus dientes quebrados, que también, sino por sus ojos ávidos en descubrir la vida y los dedos rápidos para limpiar los saquillos de los muchos incautos que hay en este mundo. Pensó que sería buena determinación tomarlo a su servicio, además necesitaría alguien que le ayudase cuando llegase a Castronuño; un adulto acompañado de un niño casi siempre desencadena sentimientos de ternura y cariño, sobre todo entre las mujeres -pensó Lázaro-, igualmente nunca se sabe lo que puede deparar el destino.

Eran las cinco de la tarde del miércoles 28 de mayo del año del Señor de 1525 cuando Lázaro y Bernardo enfilaron las primeras callejuelas de Castronuño, delante de ellos en lo alto de un otero, divisaron por primera vez, la ermita del Santo Cristo que imponente y majestuosa parecía vigilar el lugar donde el Duero da una gran vuelta. A lo lejos sonaron unas campanillas que parecían acercarse rápidamente hacia donde se encontraban; al doblar la esquina se tropezaron frente a frente con un triste entierro, triste por lo pesaroso que es siempre la muerte de un ser querido, como por el minúsculo cortejo que acompañaba el féretro. Una joven desconsolada era la única comitiva del difunto. Más tarde en la taberna, entretanto Lázaro reponía fuerzas de tan largo camino y Bernardo birlaba algunos maravedíes a un mercader que dormitaba en un rincón, por si les fueran de menester en el futuro, supieron que el muerto con el que se encontraron a su llegada era el molinero de la única aceña de Castronuño, y la doliente joven su viuda.

El plan ideado por Lázaro era sencillo, mientras Bernardo vigilaba el exterior de la ermita él entraría oculto entre las sombras de la noche, buscaría el sepulcro y halladas las riquezas enterradas marcharían con ellas hacia tierras de Salamanca antes de que amaneciese.

El aleteo de decenas de pájaros en su huida despavorida sobresaltó a Lázaro cuando entró en el interior de la ermita. Sobre su cabeza la luna llena iluminaba, a través del techo medio hundido, un ruinoso conjunto de piedras que a duras penas dejaban adivinar lo que había sido la antigua nave del templo. En el exterior Bernardo vigilaba, escudriñando con sus ojos de gato el único camino que subía desde el pueblo.

Lázaro de pie delante de lo que un día había sido el ábside observaba los restos del altar desquebrajado en varios trozos y que las malas hierbas habían cubierto por completo. Justo delante de donde había estado, en el suelo, un único sepulcro vacío, a su lado una lápida con la siguiente inscripción: El que no considera lo que tiene como la riqueza más grande es desdichado, aunque sea dueño del mundo.

Amanecía cuándo Lázaro con los fardos vacíos de riquezas y un Bernardo cabizbajo emprendieron el sendero que conducía hasta el río. La ermita del Santo Cristo se reflejaba, menos imponente y majestuosa que cuando llegaron, en las aguas del Duero.

-La rueda del destino, Bernardo, siempre nos depara aquello para lo que hemos sido marcados al nacer, y mi sino como bien hemos visto hoy y he comprobado a lo largo de mi vida no es hacer fortuna ni tener riquezas, ¡por el momento!-añadió-, aunque mi ánimo nunca desfallecerá en su búsqueda. Quizás la rueda ha vuelto al mismo punto donde empezó a girar y no me había dado cuenta -le explicaba Lázaro mientras caminaban por la orilla del Duero-. Nací en el Tormes en una aceña donde mi padre era molinero…

Castronuño sesteaba. Era una calurosa tarde de agosto del año de nuestro Señor de 1526, sólo el rítmico chapoteo de la rueda del molino, cortando el agua como cuchillo afilado saja la manteca, rompía el silencio, únicamente salpicado por el canto aislado y monótono de las cigarras y el grillar lejano de algún macho presto a aparearse.

En el interior, protegidos del sofocante calor, Lázaro de Tormes llegado de Toledo un año antes holgaba a pierna suelta junto a Iluminada, la joven viuda de carnes prietas y proveedora de la aceña con la que se había amancebado; mientras un Bernardo adolescente vigilaba el rodar incansable de las muelas, al mismo tiempo, que a una cesta de mimbre donde dormía un chiquillo al que llamaban Lázaro.

Author: Castronuño

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