“Es una niña”, dijeron al verme. Y tuve la impagable suerte de que aquello supuso una fiesta. Porque nací mujer, mujer con suerte, con la suerte infinita de venir a este mundo en este país en el tiempo de una democracia incipiente, fruto del amor y la decisión consciente de un padre que deseaba una hija primogénita y una madre exquisita en su compromiso por la igualdad y (todavía no se denominaba así) el empoderamiento femenino, en una época en que todo era ilusionante, rápido, posible y construible.
Mujer con suerte, pues, no solo por lugar y fecha de nacimiento -cuestiones que ya suponen el gordo de la lotería, que España no es la India, ni los ochenta la Edad Media-, con la comodidad añadida de contar con una identidad de género consonante con mi identidad sexual y, por añadidura, al crecer, -a veces muy a mi pesar- monógama heterosexual, con el privilegio que supone contar con lo normativo a favor, que abrir camino nunca es sencillo y ser diferente siempre tiene más mérito, por más difícil.
Más allá, o más bien más acá, también cuento con la fortuna de mi realidad cotidiana y concreta, en la que crecí y aprendí, con mi padre duchándome o haciendo la cena al volver de una reunión importante y mi madre enseñando a mi hermano a hacer la cama a una edad incluso más temprana que la que yo aprendí, que no cupiera ni la más mínima duda de la escrupulosa igualdad en la que siempre, y en todo, fuimos educados.
Niña deseada y querida, respetada, protegida y dichosa, en una realidad apacible y fácil, con el aprendizaje de un mundo justo, igualitario y amable en el que crecí, elegí, logré, me convertí en la mujer que soy, independiente, feliz, privilegiada, fuerte, en el que siempre me sentí cómoda y capaz, en absoluto discriminada, consciente de mi suerte y mi poder, libre. O eso creía.
“Es un niña”, me dijo el ecógrafo hace dos semanas. Y de nuevo esa noticia desencadenó una fiesta. Si algún día, de pequeña, fantaseé con ser madre, sin duda tenía hijas. Si en estos días de tomar esta difícil decisión, de cambios y vértigo, ganas, responsabilidad, miedo e ilusión alguien me ha preguntado, más allá de la verdadera y típica respuesta de que lo importante es que venga bien, nunca he negado que prefería niña.
Y prefiero niña, sin duda: por identidad, por orgullo de género, porque he sido feliz siendo mujer, porque me gusta ser mujer y las mujeres que pueblan mi mundo, porque sí. Pero aquí estoy, son las tres de la mañana y es la quinta noche que a estas horas paseo por mi casa, yo, que siempre he dormido como un cesto, y una desazón opaca se ha instalado en mí y me acompaña.
Son las tres de la mañana y no sé si es la noche, las hormonas, el mirar cómo mi ombligo crece recordándome que en unos meses dejaré de ser el centro único de mi mundo, pero tengo unas inmensas ganas de llorar y una sola palabra clavada en la garganta, una que he tratado de digerir por sorprendente, pero que se empeña en salir o en ahogarme.
Y estallo, y conmigo la angustia y el llanto, y me reconozco vencida, al menos hasta ahora, que, en tromba, me veo desbordada por una riada de certezas imparables, de pequeñas (y grandes) espinas que jamás consideré de esta manera, que nunca, hasta hoy, se me clavaron a la vez, certeras, hirientes, impostergables, ciertas y dolorosas, liberadoras y necesarias.
Perdón, perdón, perdón. Esa es la palabra. Perdón por aquellas cuestiones que parecieron minucias y que hoy, aquí, no me parecen tan nimias. Perdón por competir con otras mujeres, por sentirme superior o inferior a ellas, por, de esta manera, cosificarme y cosificarlas, por poner el foco en los kilos que me sobran, en la falda demasiado corta de mi amiga, en el cómo vas a salir así a la calle que, incluso yo, tan teóricamente atenta a cualquier signo, más de una vez me he dicho, por creerme que delgada me querrían más, por ceder a ratos a un juego que no tenía mis reglas.
Perdón. Perdón por conformarme, por mirar para otro lado muchas veces, por ejercer el control y permitir que lo ejercieran sobre mí, por a veces bajar la guardia y descubrirme a ratos envidiosa, por sentirme inferior, fea, gorda o no merecedora. Por tener celos, miedos, fantasmas.
Perdón, por justificar dolores, por soportar agresiones teóricamente irrelevantes en forma de palabras que se me clavaron como lanzas sin que jamás dijera nada, por alimentar diferencias, callar mi opinión, no corregirte jamás, no fuera a ser que te sentara mal, querer parecer ingenua y conformarme con migajas cual pájaro enjaulado, por sentirme culpable si osé volar libre. Perdón por las veces que disimulé y cedí, hice como si nada y me tragué mi orgullo pensando que así lo hacía mejor.
Pido perdón, en esta noche que empieza a clarear, perdón a las mujeres que me precedieron y cargaron con hijos, casas, estrecheces, silencios y dolores, perdón a todas ellas que lo tuvieron mucho más difícil, perdón a mis abuelas, a mi madre, que me educó para ser libre y yo misma me puse tantas veces cadenas invisibles… me pido perdón por ello ,y, en mí, pido perdón a las que, detrás, seguirán teniendo que estar atentas para romper el sutil velo del todo está bien que tantas veces nos obligamos a ponernos para verlo todo un tono más rosa.
Perdón a la niña que fui por no permitirla gritar, patalear, decir no. Por responder al registro de niña buena, por entender y asumir que eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca. Me disculpo, con hipo y mocos, ante la adolescente que un día decidió engordar para no ser deseada, para no correr el riesgo de provocar a los hombres con un cuerpo deseable, como si la responsabilidad tuviera algo con ver con la víctima y el valor con las medidas del cuerpo. A la que se sintió sucia por disfrutar de una felación o a la que no cedió a no utilizar un preservativo, a la que disculpó al novio de su amiga porque iba borracho cuando quiso besarla y disimuló si en el metro le tocaron el culo.
Pido perdón a la mujer inteligente que tantas veces disimulé, a la que quise cortar medio cerebro para ser más feliz, más adaptativa, y sobretodo, más querida y querible. Me pido perdón por pensar muchas veces que calladita estaba más guapa, por recriminarme los desafueros y los excesos, por entender y justificar críticas e intromisiones.
Me pido perdón por los orgasmos que fingí con la única intención de no herir la autoestima del macho de turno, por a veces sentirme incompleta sin un hombre al lado, por creerme los cuentos de hadas y desear comer perdices aun siendo más de chuletón… perdón, por creerme mitad y naranja, pequeña, insuficiente, responsable del mundo y sus desdichas, por considerarme mala persona si decía no, o solo por pensarlo; por no expresar deseos ni frustraciones, por complacer a toda costa y no escuchar mi alma y sus vaivenes, por no permitirme ser imperfecta y no llegar, por renunciar tantas veces a ser la que tenía que haber dado un corte de manga, por sentirme tantas veces culpable.
Perdón, repito, ya más tranquila. Amanece, y sonrío. Lleno los pulmones y confío. Soy una mujer engendrando una vida, la de otra mujer. Y, ahora, hoy aquí, por fin, me siento poderosa y capaz, sabia y libre, humana, hermanada con las mujeres, parte de un ciclo, en comunión con los hombres, igual, liberada, atenta, protegida y protectora, con la obligación de gritar, yo que puedo, por aquellas que no pueden, reconciliada, fuerte, voz, camino…
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