Aquellos indómitos proyectos de sastre

I Concurso de Relatos Breves de la Biblioteca Municipal de Castronuño

Título: Aquellos indómitos proyectos de sastre

Autor: María Begoña Hernández Velasco

Categoría 4 (Adultos)

 

Aquellos indómitos proyectos de sastre

El maestro de sastrería a menudo se ausentaba para enseñar género y tomar medidas a su fiel clientela de los pueblos aledaños a Castronuño. Tarea que le solía ocupar todo el día, pues antiguamente las transacciones de negocios conllevaban en el protocolo una buena charla al lado de alguna vianda y del consabido chato de vino, cosechado normalmente por el cliente en particular o algún paisano de confianza.

Aquellos vinos  de elaboración artesanal cuyos grados, a falta de un vinómetro, sólo  se detectaban por la mayor o menor rapidez en subirse a la cabeza. Vinos  espesos y, más que tintos, negros, que teñían las bocas de los vasos y los labios de quiénes los degustaban. Vamos que gracias a que no había entonces controles de alcoholemia…  Se hubieran ahorrado el alcoholímetro o, inevitablemente, lo hubieran manchado al soplar. Los labios del conductor  ya demostrarían  cierta tasa de alcohol en vena por el imborrable rastro azulado que el líquido elemento imprimiera en ellos.

En alguna que otra ocasión, tal era la complaciente actitud del sastre ante sus parroquianos, sólo le daba tiempo a la parte social de su cometido. El cliente en cuestión, en obligado cumplimiento, le acompañaba a visitar diferentes bodegas del pueblo para  demostrarle la gran cosecha del año en curso y la habilidad en la crianza de los caldos de sus  propietarios amigos. Y era al segundo o al tercer envite cuando podría obtener algún encargo y vender algún traje de alpaca para las fiestas, algún paño de abrigo de Béjar o algún pantalón de Mahón, aquel algodón ordinario teñido en índigo, tan resistente para las faenas del campo.

Antes no había prisas ni en los inicios ni en la preparación de la actividad, o casi aventura, empresarial. Los pormenores de la puesta en marcha  se podían dilatar en el tiempo tanto como se dilataba el sol en los días de estío. No obstante, una vez tomada la decisión y hecho el trato, se requería una pronta ejecución, no más de dos o tres semanas. Por ello el sastre se dirigía lo primero a probar las ropas, si las hubiera, y después a ofrecer su género y sus servicios…

Los  aprendices  de Teófilo se frotaban las manos  mientras le ayudaban a cargar la montesa con los muestrarios y los rectangulares y abultados paños de tela. Eso significaba día de asueto para salir de la sastrería  y hacer lo que les viniera en gana, puesto que a Pili, la esposa de su jefe, se la tenían ganada y apenas esbozaba una mínima queja cuando les veía salir por la puerta, eso sí, la liberaban del cuidado de alguno de sus dos hijos llevándoselo con ellos.

Hay que decir que los niños de aquella época no necesitaban excesivos cuidados. Los niños de antes solían adherirse a la querencia de los adultos y sólo bastaba un “quédate aquí”, “siéntate y no te muevas”, “no cojas eso”, “ven, que te limpio los mocos”… y poco más  para tenerlos controlados.

A diario tampoco había muchos estímulos en la calle para entretenerse como en época de festejos. Era entonces cuando los críos disfrutaban en los puestos de aquellas maravillosas almibaradas y brillantes manzanas rojas. De aquel algodón de azúcar enrollado en un palo que esparcía al aire su aroma y su etéreo volumen rosa.

En las fiestas de su patrono, San Miguel, los mozos del pueblo,  a la primera nota  que Jeringa y sus músicos desgranaban, se disponían a bajar la calle real hacia la plaza,  bailando con esa particular sota danza de rítmicos brincos y pasos,  siguiendo el compás del “Palillo del Tío Roque”.

Acto seguido atestaban la Plaza de Toros, una construcción de tablas y palos de madera engarzados con maromas y cuerdas que se acoplaba a la ya disponible superficie cuadrada.  Entonces, echándole tanto coraje como pocos dedos de frente, cortaban magníficamente a los morlacos que poblaban el coso ante los ayayay  de las féminas y la admiración de sus mayores, precursores e incitadores de tal afición.

Por otro lado, las risas, voces y gracejos de los sastres en ciernes era lo más divertido a lo que los niños podían optar. Así que les seguían  con absoluta devoción, sin alejarse de ellos un ápice.

Los jóvenes eran muy cariñosos y, al igual que les dedicaban alguna que otra carantoña y bastantes besos, les acomodaban en su regazo si  los niños llegaban a dormirse, cosa muy habitual. Tan corriente como que el crío en cuestión les mojara de orín: “¿No habíais puesto a orinar al niño antes de entrar?  Joder,  ya me ha meado… Vamos a llevarle a casa”. Y le llevaban con el pantalón acartonado, incómodo y negándose a andar. “Trae, que le cojo yo un rato”… y entre todos se lo sorteaban en el camino hasta entregárselo a la madre.  La mujer les reprendía al punto e inmediatamente se dedicaba a adecentar a su hijo, mientras, ellos husmeaban en la cocina por si había algo que llevarse al gaznate.

Un día, en un trance de oportunidad, se comieron unas croquetas de restos del cocido recién hechas. No tuvieron la consideración de dejar ni una porque, como le dijeron a la cocinera, estaban tan ricas que no pudieron parar. “No hay quien cocine como tú, Pili”. Y con tales elogios y una sonrisa zanjaban las protestas de la mujer quien reconocía consentirles demasiado. Eso mismo le decía su marido: “Pili, te tienen las vueltas buscadas, te cuentan cuatro bobadas y te ríes. Como les hagas caso, te van a meter en un lio, que eres tan tonta como ellos o más…”

Lo peor era cuando no regresaban a tiempo de sus festivas incursiones y en la fachada encalada, año tras año, de un blanco nuclear veían la moto aparcada. Esa imagen les desentonaba un tanto los estómagos. Les auguraba una bronca y algún que otro guantazo que su jefe, estratégicamente situado al lado derecho de la pared del pasillo, les brindaba con la zocata uno a uno según traspasaban el umbral de la puerta. Antes de entrar, el más osado cogía en brazos al hijo que se hubieran llevado de “excursión” para librarse de la irascibilidad del maestro,  que,  llegando su turno, le decía: “Y tú te libras por  qué llevas a la niña, pero ya te lo daré, ya…”

Una de las escapadas más notables coincidió con la salida del sastre a Sieteiglesias  y  la invitación que hicieron a los aspirantes  a una de las bodegas  de la famosa Muela, privilegiado mirador de la Vega del Duero.

Antes de bajar las empinadas y angostas escaleras se embriagaron respirando y contemplando el manto de almendros en flor que desde allí se atisbaba. Y una vez abajo, como no podía ser de otra manera, bebiendo, charlando, riendo, jugando a las cartas…

En aquella ocasión se llevaron al hijo pequeño de la familia, Lucio, dos añitos tenía la criatura. No le prestaron la atención requerida a un niño de tan  cortísima  edad y parece ser que el crío bebió indiscriminadamente de todos los vasos de vino apostados en la mesa.

El regreso a la sastrería fue sonado no sólo por la trascendencia de la noticia, sino por la filípica, incluido mamporro, que el sastre les propinó a todos y cada uno de los meritorios y más al que portaba al niño medio piripi, Claudio, quien, con la solemnidad que el acto requería, depositó al infante en los brazos de la madre ante la iracunda orden de Teófilo sabiendo que éste  le reservaba la hostia más grande.

Dicen que al día siguiente hablaron poco y trabajaron mucho en el taller. Dicen que todos los encargos que le hicieron a Teófilo en Sieteiglesias los pusieron en prueba ese mismo día. Dicen que en menos de una semana los pupilos del sastre volvieron a liar de las suyas. Eran jóvenes, vitales, incorregibles… Eran de Castronuño…

Dicen que los hijos del sastre se acuerdan con un  cariño inmenso de aquellos rapaces…Dicen que, hoy en día, alguno cose con el maestro los algodones más blancos de las nubes con hilos y risas de plata…

 

Author: Castronuño

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