El Coleccionista de sonrisas

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES DE LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DE CASTRONUÑO

Título del relato: El Coleccionista de sonrisas

Categoría 4 (Adultos)

Autor:   Ángel Manuel Castillo de las Peñas

PRIMER PREMIO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El hombre de la calle del Sol siempre ha sido un tipo raro. Tiene una trenza cana que parece una ristra de ajos y un torso huesudo, casi consumido, que da la sensación de mal alimentado. Le observo desde la ventana de mi habitación con unos prismáticos. A veces se da cuenta de que le estoy mirando e inmediatamente baja todas las persianas.

Últimamente el olor que se desprende de su casa es más fuerte. Se hace insoportable cuando llega el calor, incluso, doña Mercedes dice haber visto cucarachas saliendo por la puerta.

Le llaman Diógenes, aunque en su buzón, un letrero dorado dice que viven Ángel Alegría y Soledad Martínez. Yo apenas la recuerdo, pero era una señora muy simpática. Tenía los ojos pequeños y negros como un escarabajo y la tez blanca como un iglú. Sus mejillas parecían brillantes cerezas sonrosadas que se hundían en dos hoyuelos cuando sonreía. Eso es lo que recuerdo de doña Soledad: su sonrisa.

Cuando doña Soledad murió, Diógenes se compró una Canon analógica y comenzó a fotografiar a la gente por la calle. Yo vi sus fotos. Lo hice justo hace hoy un año. Diógenes salió con su carro de la compra que más que un carro parecía un saco de alambres y tela roída por el sol. Se dejó la puerta abierta y me atreví a entrar. La casa por aquel entonces no olía tan mal como ahora. Recuerdo que cuando abría las ventanas olía a cantuesos, tomillares y alguna retama que cogía en sus paseos por las riberas de Castronuño. A lo largo del corredor había un sinfín de pinturas al óleo con mujeres sonrientes: La Gioconda de Leonardo, la Jeanne Hébuterne de Modigliani y La mujer de plumado sombrero de Picasso. A continuación, se llegaba al salón donde había miles de libros apilados en el suelo. Al frente, junto al viejo televisor, había un cuadro pintado por él mismo del enorme meandro del río Duero que atravesaba nuestras tierras. La habitación parecía un anticuario repleto de tesoros: una Singer idéntica a la de la abuela María, tres Olivettis, un galán de noche y una imagen de San Miguel, nuestro patrón. Junto al chifonier, Diógenes amontonaba bolsas de basura llena de ropa y zapatos viejos. A duras penas pude avanzar hacia la cochambrosa cocina donde Diógenes acumulaba cientos de platos medio rotos, cucharillas de plata y comida en mal estado. Una gotera verdeaba los sucios azulejos en los que había pequeños agujeros, habitáculo de insectos y otros seres de los que doña Mercedes no quiere oír hablar.

Un fuerte olor a orín se desprendía de la habitación contigua. Debería haberme marchado y dejar de fisgonear en aquella casa, pero algo me decía que en aquel lugar encontraría algo importante, algo como un tesoro como los del libro de Robert Louis Stevenson. Y así fue. Aquella habitación estaba forrada de miles de fotografías de personas anónimas sonriendo. Las había retratado Diógenes desde que murió su esposa para no olvidar lo que ella le brindaba cada día. Adiviné la sonrisa tímida de la farmacéutica, sus dientes parecían teclas armoniosas de piano y sus labios el jugo de las sandías: rojos, húmedos y carnosos. Sobre el viejísimo colchón encontré más fotografías con la sonrisa de las gentes que acudían cada Carnaval a la fiesta de los quintos, a caballo y con su sombrero de cintas y mantón de manila cubriendo el pecho. También estaba don Andrés a la salida de la iglesia y las familias que faenaban en el Padre Duero, en medio de la meseta surcando el río a pleno sol con sus barquitas endebles de álamo de ribera construidas por los carpinteros Sevilla y Moruso. Estaban retratados los Ferrines, los Ponches o los Genaretes. Todos alegres y radiantes en su faenar.

Sonrisas amables, taciturnas, alegres, otras tímidas, escandalosas. Y al frente, la fotografía más grande, la de doña Soledad en su lecho de muerte, justo en aquella cama que ahora parecía un ovillo de muelles viejos. El día que murió portaba un camisón de seda y llevaba la melena suelta. Hasta muerta sonreía. Diógenes quería recordar a su esposa con cientos de sonrisas, es por ello que fotografiaba a la gente sonriendo, es por ello que perdió completamente la cabeza.

***

Se oyen gritos en la casa de Diógenes. Dos agentes han entrado junto a una trabajadora social, la misma que se encargó de visitar a doña Aurelia cuando le abandonaron sus hijos. Doña Mercedes aguarda en el descansillo con un pañuelo bañado en pachulí. Mamá ha puesto la música alta para que yo no escuche nada, pero lo veo todo a través de mi ventana. Se llevan a Diógenes en silla de ruedas, maniatado, como si fuera un trasto viejo más, como él solía hacer con sus objetos en su carro de la compra.

Han arrancado todas las fotografías de la pared y otros agentes vacían la casa. Van vestidos con trajes como de la NASA y unos guantes especiales que parecen las zarpas de un animal salvaje. En la puerta tres camiones cargan con toda la basura acumulada. Las sonrisas han tornado en miedo, acaso en fragilidad. Lágrimas caen rodando como una cascada escalera abajo. Hacia el meandro del Duero.

***

En la habitación cuatrocientos cuatro descansa Diógenes sentado en un sillón. La habitación está inmaculada: paredes blancas como el colmillo de un elefante y un gotero de suero al que está enchufado como si fuera Frankenstein.

Es el cumpleaños de Diógenes. He pedido a mamá ir a visitarlo. Al principio no quería, dice que para eso está su familia, pero yo sé que Diógenes no tiene a nadie. Durante todos estos días he hecho un cuaderno de fotos con gente triste: un niño con su mochila llorando a las puertas del Florida del Duero, una mujer secándose las lágrimas en la calle, yo mirando a través de la ventana.

Se lo he entregado a Diógenes. Está muy desmejorado y aunque huele a limpio, sus ojos están más tristes que nunca. Tiene las manos ajadas y con decenas de manchas color champaña, parece un dálmata.

He querido hacerle reaccionar con las fotos. Le he leído la dedicatoria y ha sonreído:

“He coleccionado tristezas y lágrimas para que sepa usted que así me siento desde que le trajeron a la residencia. Sus sonrisas las tengo grabadas en mi corazón”. Tu amigo para siempre.

A Diógenes lo han traído a la residencia porque tiene Alzheimer. Ya no recuerda nada. Mamá me ha dicho que en realidad se llama Ángel y no me extraña porque creo que lo es.

Lo de Diógenes es un trastorno del comportamiento que afecta a personas de avanzada edad y que le hace acumular cantidades de basura en el hogar. Yo todavía pienso que el señor Ángel lo que acumulaba eran pequeños tesoros que lo hacían más feliz.

—Tenemos que marcharnos, despídete del señor Ángel —dijo mamá con delicadeza.

El señor Ángel alzó la mirada y me obsequió con una última sonrisa.

—Abre el cajón de la mesita, tengo algo para ti —me dijo el señor Ángel mientras abría aún más sus ojos.

—Es su cámara de fotos, ¿es para mí?

—Cógela, es toda tuya. Aún funciona. Prométeme que seguirás captando sonrisas. La alegría es lo mejor que tiene el ser humano.

—Me duele verle enfermo.

—No hacía mal a nadie. Otros coleccionan dinero, ¡esos sí que hacen daño!, guardan en el banco toneladas de billetes que solo sirven para comprar cosas inservibles. Se creen ricos, pero son la gente más pobre. También están los que coleccionan fotografías de monumentos y ciudades y no se interesan por detenerse a mirarlas con sus propios ojos. Y no hay nada más bonito que disfrutar de una bella ciudad: Roma, París o nuestro Valladolid. Luego están los que coleccionan armas o los que se ríen de los débiles. A esos no les sucede nada. Y mírame, aquí estoy yo por coleccionar sonrisas y trastos viejos. ¡Diógenes me llamaban!

—Pero usted está aquí por otra cosa.

—¡No! Se querían deshacer de mí, echarme de mi propia casa para venderla al mejor postor. El ser humano es un egoísta.

—Tiene Alzheimer don Ángel. Deben cuidarle. ¿Sabe lo que es eso? ¿Acaso recuerda a Soledad?

—¿Soledad? La única soledad que he conocido es la mía propia. Yo, mis trastos viejos y aquellas fotos de sonrisas.

—Fue quien le enseñó todo eso. La vida es felicidad. La vida es una sonrisa. Pero usted ya no puede recordar.

—Tenemos que irnos —dijo mamá con un tono de resignación—. ¡Qué pena! El señor Ángel coleccionó de todo y ahora ya no le quedan ni sus recuerdos.

—Prométame que nunca me olvidará, señor Ángel. Prométame que seguiremos viendo fotos juntos.

—Váyanse por favor, déjenme solo.

***

El señor Ángel fue desmejorando con el paso de los meses. Ya no recordaba ni cómo se llamaba, ni recordaba sonreír, ni tan siquiera recordaba a su amada Soledad.

Tantos años coleccionando objetos y ahora no tenía ni un solo recuerdo en su anciana mente. Y es que el Alzheimer llega despacio, sigiloso como un quelonio asustadizo en su caparazón y borra de un plumazo todos los recuerdos.

Hoy en día, el niño que observaba a Diógenes desde su ventana es fotógrafo profesional. Trabaja en una revista americana que capta sonrisas en poblados de África.

Adivinen cómo se llama la revista.

El coleccionista de sonrisas”.

 

Author: Castronuño

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