EL MILAGRERO DE LA MUELA

Título: El milagrero de la Muela

Autor: José Carlos Iglesias Dorado

Categoría 4 (adultos)

El milagrero de la Muela

José Carlos Iglesias Dorado

Cuando Lautaro llegó por primera vez a Castronuño y se acercó al mirador de la Muela a contemplar el Duero, jugoso y retozón, apenas pudo articular unas palabras.

–Milagro, esto es un milagro.

A fe que para él lo era. Lautaro, un chileno morocho, desgalichado y taciturno, venía de una tierra más allá del mar donde el desierto lo era todo y sus moradores apenas nada. Lautaro sabía que los verdaderos milagros no abundaban, ni aquí ni en su tierra, donde los sátrapas acostumbraban a morir en la paz de Dios en su cama y el cobre era extraído de las minas de Antofagasta por manos sarmentosas y escarnadas. Y no solo eso, que el muy pendejo de él también sabía que si presenciabas un milagro estabas condenado a vagar tras él como quien busca cobijo en la tormenta.

Por eso decidió en ese mismo momento dejar a la compañía del circo donde llevaba enrolado unos meses, y con la que había llegado a Castronuño por entonces en plenas fiestas de San Miguel, para quedarse a vivir una temporada en el pueblo. Harto estaba ya de ir de patiperro de un sitio a otro.

No le costó nada a Lautaro, que sabía que se socializa más en los bares que en las tribunas, echar raíces, y al tercer día ya había encontrado una casa cuca y limpia donde vivir. Dos

El milagrero de la Muela 2 habitaciones, una cocina, un baño, un pequeño patio y una chimenea para combatir el frío del invierno, que ya llegaría.

–Esto es un milagro, créanme –les dijo a los paisanos del bar cuando regresó junto al alcalde de examinar la vivienda y de aceptar que se había convertido en un habitante más del pueblo. Acto seguido se despacharon al gaznate un par de vinos que al decir de Lautaro no tenían nada que envidiar a los de su Chile natal. Un nuevo milagro que anotó en su magín y que los allí presentes desestimaron in situ, pues para ellos no había vino mejor que el de su propia tierra.

–Lo que es un milagro es que en vez de disminuir la población hoy haya aumentado –dijo el alcalde, antes de pasar a convidar a una ronda al respetable, sabedor el edil de que se gana más confianza en el vecino con la uva fermentada que con la promesa incumplida.

En días sucesivos Lautaro no dejó un solo momento de subir hasta el alto de la Muela, a comprobar que el milagro seguía ahí, trazando una curva perfecta, serpenteando a su pies, lamiendo chopos, sauces, álamos, olmos, almendros… y rodeando pinares hasta llegar a Toro y pasar de largo hacia Portugal, regando vegas y huertas, acariciando los majuelos con su brisa, albergando en sus riberas zorzales, alondras, garzas, cormoranes… fluyendo tranquilo, llevando luz y vida a quienes presenciaban el milagro diario de su incesante transcurrir.

Una tarde, y ya que la iglesia de Santa María del Castillo estaba al lado, decidió Lautaro recuperar la fe y entrar a misa. Al acabar, y viendo que algunas mujeres se paraban a platicar con el cura, se acercó a saludarlo y presentar de paso sus respetuosas credenciales.

–Esto es un milagro, padre, he recobrado la fe escuchándolo. Tan milagro como ese río que discurre ahí al lado –le soltó a don Andrés, como si llevaran toda la vida contándose los pecados en el mismo confesionario.

Como respuesta el cura le dijo que no fuera tan liviano con los milagros, que el río llevaba ahí toda la vida, a lo que Lautaro le contestó, en un alarde de cristiana amistosidad, que también era eterno el padre redentor de todos los pecadores y no por eso se dejaba un solo día de acudir a él.

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Se fue el cura pensando en las palabras del recién llegado y al día siguiente, en la homilía, les habló a los galdarros de cómo “se abrieron las aguas del mar Rojo y extendió Moisés su mano sobre el mar; y el Señor, por medio de un fuerte viento solano que sopló toda la noche, hizo que el mar retrocediera; y cambió el mar en tierra seca, y fueron divididas las aguas”.

Algo recordaba el chileno de aquel texto bíblico donde se hablaba de esclavos hebreos que eran conducidos por Moisés en busca de la tierra prometida. Una travesía donde abundaban los milagros y los padecimientos, un éxodo común a todas las religiones y creencias. Un éxodo que a Lautaro no le resultó tan duro de llevar como el que le había tocado padecer a él, tan lejos de su querido Chile.

Al cabo de una semana encontró trabajo como ayudante de albañil. Lo justo para ir tirando. Un nuevo milagro más que desempeñaba con brío de principiante y sabiduría de maestro, no en vano de todo le había tocado hacer allá en el desierto de Atacama, donde aún existían zonas alejadas en las que los mapuches se construían sus casitas de adobe con las propias manos.

Y así transcurría la vida de Lautaro en Castronuño, de casa al tajo, y al acabar este a la taberna, y antes de irse a dormir una parada en el alto de la Muela, donde se quedaba absorto admirando el meandro creado seguramente por una mano divina y daba gracias por todos los milagros habidos y por haber. Y el domingo daba gracias de nuevo, a quien mejor conocía el tema, pues su corta vida estuvo plena de prodigios y de hechos portentosos.

Ya se había acostumbrado a los milagros el chileno, tanto que hasta apodo le habían asignado, pasando a denominarle “el milagrero de la Muela”, pero aún quedaba por llegar el mejor de todos ellos. Y llegó, jocundo, de la mano de una ronda de vinos un viernes por la tarde, con los bolsillos generosos y las bocas calientes, dispuestas a dar carrete.

Al cuarto o quinto vaso alguien dijo algo, medio en broma, medio en serio, de una prima lejana que no salía mucho de casa pero a la que le habían hablado de Lautaro y quería conocerlo.

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El chileno enseguida se dio por aludido y no desperdició la ocasión de apuntarse a aquello que la providencia parecía poner en su camino. No era de los que se arrugaban, no.

Así fue como al día siguiente se concertó una cita para que se conocieran, cita que, como no podía ser menos, se llevaría a cabo en uno de los bancos del parque de la Muela. También le dieron a Lautaro vagas referencias sobre la mujer con la que se vería, y sus veintipocos años, su belleza despampanante y su placentera disposición a entablar cordial relación con él. Detalles que fueron acompañados por las risas y palmetazos de los parroquianos y que instigaron en el “milagrero” la sospecha de que aquellos huevones se la querían jugar.

Pero Lautaro era todo un caballero, y al día siguiente ya andaba paseando por los alrededores del parque mucho antes de la hora acordada hasta que, a las ocho en punto, tañidas las campanas de la iglesia como aldabonazos furiosos, se presentó una mujer que no concordaba para nada con las indicaciones que le habían dado el día anterior. A fe que ya estaba más cerca de los cuarenta que de los veinte y que su gracia, de haberla, no se encontraba en el rostro, precisamente.

–Tú debes ser Lautaro, el chileno –le dijo, con una voz trémula y como temerosa de que quien estaba acostumbrado a presenciar tantos milagros no considerara su aparición allí motivo extraordinario.

–En efecto, y ganas tenía ya de conocerte y de hablar contigo –le contestó Lautaro a Herminia, que así se llamaba la portadora del penúltimo milagro que el chileno había presenciado, demostrando de esa manera que para él contaba más lo que las personas guardaban dentro que lo que pavoneaban en su exterior.

Después de las presentaciones y de hacerse cada uno a la circunstancia del otro, pasaron el resto de la tarde pololeando felices por el pueblo y hablando de sus cosas, de su Chile natal él, de su querido Castronuño, ella, y de cómo ocurrían los milagros cuando los corazones se abrían a la luz y a la vida.

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Más no terminaron ahí de sucederse las maravillas en la vida de Lautaro, quien, al cabo de unos meses vio como don Andrés bendecía su unión con Herminia en la Iglesia de Santa María del Castillo. Ese día, al salir de la ceremonia, y mientras los mozos del pueblo lanzaban puñados de arroz con ganas y buena puntería, la pareja corrió a guarecerse junto al mirador de la Muela, contemplando el Duero abrazados como si de un milagro se tratase.

–No hay mejor sitio en el mundo –le dijo Lautaro a Herminia, emocionado, y esa misma noche decidieron que ya eran demasiados los milagros presenciados y que había llegado el momento de ser ellos mismos los encargados de crearlos.

Y así fue como nueve meses más tarde llegó el milagro más maravilloso de todos, uno moreno y con mirada de asombro y cara de felicidad. Don Andrés le dijo en un aparte a Lautaro que aquella criatura era el milagro de la vida. Este se tomó la licencia de corregirle diciéndole que de la vida sí, pero que de la Muela también. Y que en cuanto aprendiera a mantenerse en pie le llevaría todas las tardes al parque a que contemplara lo mismo que habían contemplado sus ojos el primer día que llegó a Castronuño.

No hubo más milagros, que el “milagrero de la Muela” de sobra se conformaba con la maravilla de vivir, después de toda una vida dando tumbos, en aquel lugar donde cada mañana salía el sol para mostrar toda la fascinación del mundo. El milagro más importante de todos.

Author: Castronuño

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