La canción de Clara

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES DE LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DE CASTRONUÑO

Título del relato: La canción de Clara

Categoría 4 (Adultos)

Autor: Cristina Miguel Estrada  

SEGUNDO PREMIO

 

Recuerdo las largas y cálidas tardes de verano en Castronuño, el pueblo natal de mi padre en Castilla la Vieja, donde pasábamos una temporada en las vacaciones visitando a mis abuelos y la familia que teníamos allí. Aún puedo casi sentir, tanto tiempo después, ese momento del día cuando los rayos de Sol se suavizaban y alcanzaban tonalidades doradas que, filtradas a través de los visillos de encaje de mi abuela, le daban al salón un aspecto onírico y muy mágico como si de un cuento de hadas se tratara. Las golondrinas surcaban el cielo y su paso nos anunciaba la inminente llegada del atardecer con el toque de ánimas y las tertulias de las mujeres mientras bordaban sentadas a la puerta de sus casas aprovechando el frescor que ofrece la anochecida, terminadas sus labores cotidianas.

Era entonces cuando mi prima Clara se sentaba al piano y yo, junto a ella, la escuchaba y observaba pues, para mí,  cada uno de sus delicados gestos formaba parte del ritual de mis estíos, rebosantes de luz y espigas. También Lago, el imponente mastín de la familia, se tumbaba cerca de nosotras como si quisiera que compartiéramos con él aquel maravilloso momento del día y a la vez cuidar de su dueña, pues eran inseparables. Sólo Clara podía acariciarlo y cada noche dormía a los pies de su cama como un fiel guardián protege su tesoro más preciado y bello.

Hacía tiempo que ella no salía de casa, pues su enfermedad se lo impedía aunque, por aquel entonces, yo no comprendía nada acerca de aquellas conversaciones que los mayores tenían en voz baja y con el semblante serio y tampoco aquellas lágrimas que mi abuela escondía en su pañuelo forzando una sonrisa cuando entrábamos en la habitación. En mi mente de niña sólo cabían Clara y ese hermoso instrumento.

 Sus dedos largos y elegantes acariciaban con suavidad las teclas blancas y negras, su rostro cambiaba con la música que solo ella sabía arrancar de las viejas y ajadas partituras. Si mi infancia hubiera de tener una melodía probablemente serían esos valses que Clara interpretaba y me transportaban a otra época de ecos lejanos, vestidos largos, risas y bailes sin fin a la luz de la luna.

Mi prima amaba el silencio y prefería hablarlo todo con gestos que significaban mucho: una sonrisa, una mirada llena de cariño o el brillo de sus ojos cuando me veía junto a ella. Ahora me doy cuenta de que tenía mucho que decirme pero que en su forma de expresarse, tan honda y sensible, sobraban las palabras.

Mi memoria infantil se quedó anclada en el último verano que pasé en el pueblo, aquel pueblo castellano arropado por la curva del Duero en su camino hacia tierras de Zamora, refugio de mis travesuras y escenario de mi libertad absoluta tras acabar el curso y la disciplina férrea de las monjas de mi escuela. Allí quedaron dormidas mis carreras por sus callejuelas, el gozo de respirar el aroma puro del espliego y el tomillo, dormirme sobre la hierba acunada por el rumor del río y contemplar el cielo infinito en la inmensidad del campo castellano que años después reviví como profesora de Literatura para transmitir a mis alumnos  el profundo sentido de las novelas del gran Miguel Delibes, con la emoción de sentirme parte de la noble tierra que él tanto amó.

 Aquel verano Clara ya apenas tenía fuerzas para tocar el piano pero se levantaba de la cama y, a pesar de los intensos dolores, agarrada a mi brazo lo intentaba día tras día aunque sólo pudiera sentarse y rozar sus teclas y era esa constancia de querer seguir adelante con su pasión la única defensa en su batalla contra la enfermedad que nadie se atrevía a nombrar y que le robaba silenciosamente su juventud volviéndola tan frágil como el cristal y a la vez tan fuerte como una guerrera ante su último combate. Cuando me despedí de ella, me tomó de la mano y dos lágrimas asomaron a sus ojos verdes a los que nunca había visto llorar y sentí algo dentro de mí que me hizo comprender que la niña que fui se quedaba en aquella casa y que me había hecho adulta, fui consciente por primera vez de que no volvería a verla y que a partir de aquel momento la ausencia y el perder a las personas que queremos empezaría a formar parte de mi existencia, tendría que aprender a manejar aquellos sentimientos que se me antojaban tan difíciles y que de repente habían irrumpido con la fuerza de un mar tempestuoso que me agitaba el alma, hasta hace poco tan ajena a las vivencias de un mundo cuya frontera invisible acababa de traspasar y que tanto miedo me daba.

 Un mes después de marcharnos y volver a Madrid, ya inmersos en la vorágine de la ciudad, con el tráfico y las prisas, tan lejos de la paz de Castronuño, sólo interrumpida por los toques de campana que regían cada jornada, nos llamó la abuela para darnos la noticia que, aunque esperábamos, nunca estuvimos preparados para recibir. Ese día de septiembre supimos que Clara se fue acompañando al Sol, quiso ser una ligera golondrina anunciadora del ocaso que tantas veces habíamos contemplado acariciar las casas del pueblo para dar paso a las estrellas.

Aquel atardecer sus dedos tocaron la última nota que se desvaneció en la luz antaño dorada y mágica del antiguo salón.

Y su piano, cubierto por un negro manto se ocultaba en aquella estancia ahora dominada por los rezos y letanías de las mujeres de luto mientras el aire era rasgado por un doblar de campanas que anunciaba que aquellas manos nunca volverían a hacerme soñar con los acordes de antiguos valses, la melodía de aquellos eternos veranos de mi niñez.

 

 

 

Author: Castronuño

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