LA MADRE

II Concurso de relatos breves de la Biblioteca Municipal

Título: La madre

Autor: José Manuel Sáinz Peña

Categoría 4 (adultos)

 

 

Castronuño. Octubre de 1939

Amanece. Atilano, el sepulturero, abre la cancela y los tres hombres pasan en silencio. Luego, guiados por el empleado del cementerio, llegan hasta la lápida de mármol donde está el único rosal del camposanto, pelado y sin flores. En la lápida reza la inscripción:

“Os amé en la espera y en la ausencia. Y no os olvidé jamás. Del jardín de mi vientre, las más bellas de las rosas”

Solo con el trinar de algún mirlo que vuela entre los árboles, levantan la piedra y la colocan fuera de la vista de todos.

LA MADRE

En Castronuño casi todos habían visto alguna vez a Laureana Valdivia visitando la tumba vacía de sus dos hijos; hablando ante la lápida que mandó inscribir, a pesar de que bajo el mármol, a la sombra del rosal que ella bautizó como “el guardián”, no había más que tierra y los raigones de los ciparisos que daban sombra al camposanto. Poco pudo hacer el párroco de Santa María del Castillo para convencer a la madre de tal idea: Juan y Zoilo habían partido al frente nada más comenzar la guerra, y casi seis meses después de acabada la contienda nada se sabía de ellos. Acaso descansaban en el oprobio de una de una fosa común, lejos de casa, abrazados a la muerte y al olvido de todos. De todos menos de Laureana, quien pudo colocar la singular tumba por mor de un donativo que también logró callar al cura.

En silencio recorría Laureana el boscaje de cruces y angelitos de piedra y se paraba ante la tumba rematada por el velo blanco de rosal si estaba en flor. Allí permanecía un rato, hablando con la serenidad de quien no permite que el dolor le arrebate la cordura y con la templanza que da la resignación. Luego mandaba un beso a sus hijos.

Allí quedaba las más de las veces el sepulturero, las manos, una sobre la otra, en el mango de la pala, y un pie sobre la plancha de metal manchada de tierra, con los ojos puestos en la mujer hasta que ésta se iba camino de su casa en la calle Fragua y se perdía de su vista.

 

«No creo que usted —le decía la mujer— como muchos en el pueblo, piense que me haya vuelto loca, ¿verdad? Imagino que será capaz de comprender mi desconsuelo, esta tristeza que crece en mi alma y se enreda en mi corazón como la mala hierba.

Usted, que es padre, debe al menos adivinar este dolor que me traspasa y me abruma cuando me acuesto en la soledad más absoluta. Mi esposo, ya lo sabe bien, murió años antes de que empezara la guerra, y a mis dos niños ni siquiera puedo llorarlos si no es ante esa piedra fría donde solo descansan mis recuerdos, a la sombra tibia de ese rosal que traje aquí, junto a los restos de mi esposo. ¿Sabe, Atilano? Cuando cierro los ojos tratando de dormir, veo a Zoilo tirando del triciclo, llorando, con la rodilla raspada y una gotita de sangre manchándole la pierna, cuando se cayó cerca del Arroyo del Caño. Cuatro años tenía cuando se accidentó y vino a mí con lágrimas y mocos en la cara, buscando mi consuelo. Cuatro benditos años y esa herida que curé mientras le prometía unos churros en lo de Isabelita. Cuatro añitos nada más…». Luego quedaba en silencio la madre, con un brazo extendido, como si aún pudiera alcanzar esa pierna lastimada.

«Qué… qué herida le habrán hecho que no ha podido volver a casa. Qué herida, que yo no he podido curarle como aquella vez, Atilano».

«No he vuelto a hacerlos desde que se fueron… Los bollos de chicharrón, digo. A mi Juan le encantaba levantarse temprano los domingos. Iba a la cocina, cuando olía el aceite en el fogón. Sentado en una silla me veía hacerlos. Te vas a quemar, Juanito, quítate hijo mío, le decía yo. Y volvía a su silla, a esperar.

Me los quitaron. Me los quitaron aquellos para los que la vida de otros no vale nada; aquellos que enarbolan una bandera y una idea y la defienden a menudo lejos de las trincheras, a costa de la sangre de otros, a costa del dolor ajeno, del quebranto que no les conmueve, que no les importa, que no les quita el sueño.

La tierra que pisamos se dividió en dos, Atilano, y allá, a esa grieta, fueron a parar los muertos; también mis hijos y los hijos de tantos otros. Han convertido nuestra casa, nuestro pueblo, en un plantío de cruces y luto. Mira allí, Atilano, donde el rosal. Mira allí, que es donde yacen dos jirones de mi alma. Muerto parece también el arbusto, sin flores que lo adornen, como si estuviera también de duelo.

*****

Uno de los hombres, arrecido, se sube el cuello de su chaqueta y olisquea el aire del día que nace. Es un aire limpio que huele al almendro, a malvas, pino y escarcha.

Desde donde está escucha el sonido sordo del mármol al quedar sobre un muro en el que se apilan otras lápidas rotas. Luego se acerca a Atilano, al padre Adrián y a Zoilo, quien regresó a Castronuño después de estar en un hospital durante meses, sin una de sus piernas, y sin apenas saber quién era ni dónde vivía, hasta que el horror de la guerra, como una nube, se fue alejando de su cabeza.

Juan había vuelto al pueblo solo una semana antes, luego de permanecer prisionero, hacinado con un puñado de hombres tan desgraciados como él, enfermos, condenados a estar allí hasta que quienes los habían encerrado dijeran otra cosa.

Y ahí estaban los dos, en el cementerio, borrando los vestigios de una muerte que aún no les había llegado, sin poder parar de recordar el reencuentro y los abrazos, las lágrimas de Laureana, quien, incrédula, podía volver a besar a sus hijos.

Traga saliva Zoilo recordando aquello, mientras, apoyado en su muleta, se aleja del camposanto con Juan camino de casa.

Quedan atrás el cementerio y las primeras flores blancas que, a pesar de la fecha y el frío, brotan de aquel rosal, bajo el cielo galdarro.

Author: Castronuño

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