La señora de las pamelas

IV CONCURSO DE RELATOS BREVES DE LA BIBLIOTECA MUNICIPAL DE CASTRONUÑO

Título del relato: La señora de las pamelas

Categoría 4 (Adultos)

Autor: Isabel García Viñao 

 

Al mediodía, el sol resplandecía en  Castronuño. En ese veinticinco de abril, la primavera enseñaba en esta tierra vallisoletana su cara  y los campos con colores. Los ababoles y las cincoenramas comenzaban a formar sus capullos y algunas plantas ya mostraban las flores con los pétalos extendidos. El cielo estaba limpio, sin ninguna nube subrepticia y muchos azules. Pero eran azules diferentes, dependiendo de dónde se echasen los ojos. Tan variados como los heterogéneos azules de las flores miosotys. Soplaba el viento con tanta fuerza, con tantísima, que hasta arrancaba lágrimas de los ojos. Los habitantes del pueblo ya estaban acostumbrados. Era su viento habitual, tan habitual como lo era el que no hubiese ninguna novedad. Tan habitual como el silencio. Un silencio que se rompía únicamente con los ladridos de los perros solitarios o con las peleas de los gatos enfurecidos debido al celo de alguna gata. Desde hacía tiempo, habían dejado de escucharse las algarabías de los chiquillos, los ecos de los arrieros, las esquilas del ganado, el tañer de las campanas de la humilde torre de la iglesia para llamar a misa y de la ermita en el alto de La Muela, una ermita solitaria llamada de Santa María del Castillo, bien conservada, con origen del románico zamorano, en la que siempre cría una pareja de cigüeñas… Los oriundos del pueblo habían envejecido y allí no se producía ninguna novedad a lo largo del día. Vivía algún matrimonio joven; por ejemplo, Serafín, de treinta años, que había nacido en Castronuño y su esposa, Alba, seis años más joven que él, venida de un pueblecito Zamorano. Se habían conocido al ir de compras en una feria de ganado.

Pero aquel veinticinco de abril fue un día especial y varias personas comenzaron a atisbar desde los ventanucos. En primer lugar, les alertó el sonido del motor de un coche; luego, el ruido producido por las ruedas de una maleta rodando sobre el pavimento. Todas aquellas personas miraban con curiosidad a una señora elegante, que caminaba con paso firme y decidido, con la cabeza erguida y mirando al frente. Al rato, aquella mujer sacó una llave grande del bolso y abrió la puerta de una de las casas que ya había quedado abandonada. Rosalía, la vecina de la casa de enfrente, comenzó a farfullar en voz baja con su marido: “¿Quién será esa mujer? Es elegante y parece distinguida, ¿no crees? ¿No será aquella niña que marchó a América, hija de don Raimundo y de doña Paca? Pero, no, no, no puede ser ella, porque aquélla ahora tendría unos treinta años y esta ya no cumple los cuarenta. ¿Quién será esa mujer, marido? Mira que te cuesta abrir la boca ¿eh? ¡No te entrarán moscas de macho, no!”. Rosalía dejó de hablar al escuchar los chirridos desagradables de las contraventanas de la casa de enfrente porque le producían dentera. Los goznes rechinaban por falta de grasa y posiblemente por estar oxidados. Pasado un rato, esa mujer salió de casa para ir a buscar el resto del equipaje. Había aparcado su coche junto al hastial de la puerta principal de la iglesia. El viento revoltoso le ahuecó la falda de vuelos, y, valga la redundancia, los vuelos volaron, dejando al descubierto sus medias y sus ligas negras. La pamela también le saltó de su cabeza y comenzó a correr tras ella. Cada vez que iba a cogerla, el viento juguetón, lanzaba un soplido travieso y la lanzaba de nuevo lejos. Así varias veces hasta que pudo atraparla a las afueras del pueblo. Cuando por fin llegó al coche, pensó que lo mejor sería estacionar delante de su casa para descargar los abundantes bultos que traía. Se apresuró para sacar todo porque al estacionar dejaba la calle intransitable. Dio marcha atrás y volvió a dejar estacionado el coche al lado de la iglesia. Entre los enseres llevaba una carpeta naranja fosforito que destacaba debajo de su brazo por el contraste con la chaqueta negra. Una vez que metió todos los bártulos en el interior de la casa, los mirones ya no volvieron a ver ningún movimiento de la misteriosa señora ese día. Y lo raro fue que al día siguiente tampoco, ni al siguiente, ni al siguiente. Los vecinos solamente veían una luz tenue en una de las dependencias de la casa que se apagaba a media noche. De no haber sido así, hubiesen pensado que esa señora había fallecido dentro de la casa.

Al cuarto día, la señora salió de la vivienda. Del interior salía un excelente olor de lechazo asado. El viento había amainado, aunque lanzaba sus soplidos de vez en cuando. Sacó una mesa y una silla y comenzó a escribir en el jardín. Llevaba la pamela puesta. A veces, miraba a la lejanía para inspirarse. Los interrogantes de la gente del pueblo sobre la identidad de la señora eran enormes y poco a poco intentaron acercarse a ella.

─Hace buen día hoy, ¿verdad, señora…? ─ para Rosalía hablar del tiempo le resultaba socorrido. Era la manera de entablar una conversación con los pocos visitantes que pasaban por el pueblo─. Me llamo Rosalía.

─Yo, Adelaida. Encantada. Y… sí, sí, hoy hace un día menos ventoso, porque ¡vaya cómo estaba de enfurecido el viento los días pasados!

─Aquí ya estamos acostumbrados. La culpa la tiene el Duero que desde el Mirador de la Muela nos baja el viento. Si necesita algo, allí estoy ─señaló con el índice la casa de enfrente.

─Gracias, lo mismo le digo ─ y tras el ofrecimiento, Adelaida continuó escribiendo. Se ensimismó tanto que el agradable olor a asado se transformó en el desagradable olor de carne quemada.

En realidad, Adelaida había alquilado la casa porque era en Castromuño donde quería finalizar su novela. El nombre del pueblo se debía a que este fue repoblado por Nuño Pérez de Lara, un hombre de confianza del Rey Alfonso VII. Pero ¿por qué en ese pueblo? ¿Quizás buscaba inspiración en un sitio pequeño? ¿La tranquilidad le ayudaría a escribir?… Escribía con lápiz sobre unos folios. Cuando llevaba dos o tres escritos, los guardaba en la carpeta de color naranja fosforito para luego trascribirlos en su ordenador. La afición a la escritura le había llegado tarde, pero había hecho cursos literarios y sus primeros pinitos fueron escribiendo bastantes relatos cortos. Mas ahora su reto era bien distinto: trabajar con ahínco día a día hasta acabar su novela. Y en ello estaba.

Cuando iba a entrar en la casa, apareció Alba, la persona más joven del pueblo. Conversaron y enseguida sintonizaron. Adelaida sintió que su corazón se aceleraba por la emoción, que latía con mucha fuerza, con tanta, tanta, que le dio la sensación de que le quisiera saltar hasta los zapatos.

Los días comenzaron a pasar con esa tranquilidad que se iba haciendo perenne. Un día cualquiera era la clonación del día pasado, y el día pasado lo era del anterior. Hasta el viento llegaba de pie a deslizarse sobre las tejas de los mismos tejados y a ocultarse en idénticos rincones. Soplaba acercando el olor de la costumbre, voces de cenizas con estribillos conocidos, meciendo las mismas ramas de los árboles sin leyendas nuevas. Si los días primaverales en el pueblo eran yermos de novedades, Adelaida se preguntaba cómo serían los días de otoño. Seguro que se vestirían de grises como las plumas de los zorzales y que tendrían el ritmo de la misma solfa. Seguro que los otoños en ese lugar acercarían nubes que olvidarían todo por el camino y en el caso de acercar algo volvería a ser más de lo mismo. Seguro que los días de otoño en el pueblo serían días apagados con efecto de anestesia.

Cuando Adelaida estaba pensando en cómo sería en otoño la vida en el pueblo, Alba pasó por la calle y la saludó. Para la señora no podía haber nada más gratificante que tener la compañía de la joven. Enseguida la invitó a entrar en su casa para tomar un café bien caliente con pastas. Adelaida se sintió feliz, inmensamente feliz, e inesperadamente le dio un abrazo; un abrazo tan fuerte y efusivo que Alba se quedó estupefacta.

Mientras Adelaida fue a preparar el café, Alba se sentó. La pantalla del ordenador mostraba una página de la novela. Comenzó a leer. Nada más fijar la vista, vio escrito su nombre, y pensó: ¿Alba? ¡Qué casualidad! Con la cantidad de nombres que hay y ha elegido el mío. La pantalla se oscureció, pero movió el ratón para activarla. Impulsada por su curiosidad, quería seguir leyendo: “Hoy, me siento con diferente ánimo. Hoy, veo el sol brillando como una moneda de oro recién acuñada que se estampa en las aguas tranquilas del río Duero, en su meandro. Por fin, sonrío. Mil ilusiones cuelgan de mi pensamiento. Hoy la he visto y la siento tan mía… Su nariz es idéntica a la de Arnol, afilada; y sus labios también, carnosos y acorazonados. La felicidad es una elección que puedo conseguir a partir de ahora, con solo ver a Alba. Por eso necesito quedarme en el pueblo. Ayer, cuando la vi, noté una explosión de sentimientos. Cuando hablábamos tuve que contener el llanto. Miré hacia arriba porque sé que nadie ha podido llorar en esa posición. Sé que la felicidad no está en los años, ni en los meses, ni en las semanas, ni siquiera en los días. Solo se puede encontrar en algunos momentos. Y ahora, al tener a Alba al lado, los momentos de felicidad se me acumulan, se solapan unos con otros. Pero ¿obtendré su perdón? Si así fuera, me libraría de la culpa y del sufrimiento que arrastro desde hace veinticuatro años”.

Adelaida salió de la cocina con la cafetera borboteando. La presencia de Alba le llenaba tanto que ni siquiera se había acordado de quitarse la pamela dentro de casa. Sirvió las dos tacitas de café y colocó en el centro de una mesita un plato de pastas de té variadas. Alba bebió el café de un trago y se levantó del asiento enseguida.

─¿Qué te pasa? Te encuentro inquieta ─le preguntó Adelaida.

─ Sí, lo estoy ¿Y…?

Sin dar una respuesta más explícita, Alba se dirigió a la puerta de salida. Adelaida la siguió. En el portal un golpe del viento volvió a lanzarle la pamela a la calle. La señora aligeró su paso para cogerla. Y fue entonces cuando Alba le dijo:

─Voy a cogerla yo, madre. Conozco mucho mejor que tú los soplidos del viento de Castronuño. ¡Ah, y una cosa! Cuando me dejes leer tu novela, espero comprender los motivos que te impulsaron a desprenderte de mí como madre.

Author: Castronuño

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