Lejos de José Sardón Peláez.

Siempre pensé que mi destino se encontraría lejos. Lejos era la palabra que eternamente rondaba en mi cabeza cuando cavilaba sobre el rumbo que tomaría mi vida; Lejos era el protagonista principal de mis sueños y Lejos era el motivo porque el que me levantaba cada mañana ilusionado y por el que me acostaba cada noche con la esperanza de que mis quimeras se hicieran realidad algún día. Y no es que aquí, donde  estoy ahora, no es que aquí donde nací, me encontrara mal, de hecho, cuando reflexionaba sobre mi situación no me veía nada extraño ni incómodo, ni me sentía cohibido ni frustrado, pero claro, siempre pensé que iría lejos, porque allí, Lejos, era donde realmente me iría bien en la vida y que estando lejos, de alguna manera, me indicaría que habría ganado porque siempre entendí la vida como una disputa, como una batalla contra todo aquello que te dificulta alcanzar tus metas, una agarrada contra todo lo establecido y contra todo lo que parece definitivo y contra el destino, si me apuran, también me revelaba si no me era favorable y quizás esa fuera la causa por la que me costara tanto pensar, en aquel momento, que podía renunciar a irme lejos y que nada me ocurriría ni que mis sueños se desvanecerían en el aire como un suspiro de resignación. Cuando yo mismo me preguntaba que a qué lugar me refería cuando hablaba de irme lejos no sabía responderme con claridad, no tenía ningún lugar al que tuviera especial cariño o un empeño singular por ir. Algún amigo me había preguntado en alguna ocasión que si me estaba refiriendo a algún lugar en concreto, a algún país o a alguna isla paradisíaca y yo siempre respondía que no sabía, que quizás me estaba refiriendo a California o a Florida o a algún lugar de esos que se encuentra a mucha distancia de aquí, a miles de kilómetros, un lugar de esos que parecen inalcanzables para los que habíamos nacido tan lejos de todo. Uno tiene idealizado ciertos lugares, eso es cierto, aunque nunca haya estado en ellos ni tenga ninguna vinculación personal como es mi caso, y California y Florida son de esos lugares que siempre había relacionado con la felicidad en su sentido más abstracto y figurado, pero también con el éxito personal. No sé, quizás por las películas que veía de pequeño de aquellas playas llenas de palmeras ondeantes por el viento cálido del Pacífico o por los años sesenta, o por la costa de San Francisco o por vete tú a saber. El océano siempre inmenso, el sol radiante, el cielo más infinito que en ningún otro lugar, la música, el presente y la despreocupación por lo que pudiera pasar en el futuro.

Siempre me había parecido que todas las oportunidades se concentraban allí, en esa parte del mundo al que yo creía que todas las personas deseaban ir. Recuerdo aquella película de James Dean, ‘Al este del Edén’, ambientada en Salinas y no es que al protagonista le fuera de “cine” en aquella historia de tintes dramáticos, pero desde entonces siempre había relacionado el edén con mi propio paraíso. Igual me ocurría con Florida, la tenía idealizada porque fue descubierta por un paisano mío y su nombre me inducía a pensar que se trataba de un lugar hermoso e inigualable, digno de querer estar toda una vida. Siempre pensé que cuando me fuera lejos y volviera de vez en cuando, por vacaciones o en Navidad, la gente me miraría con admiración y fascinación e incluso con los celos de aquel que lo ha obtenido todo, de aquel que ha logrado salir, de aquel que ha conseguido abrir los brazos y volar, me observarían con la dicha de aquel que ha recorrido medio mundo para ver el mundo entero y yo caminaría con la seguridad de que nada ni nadie podría alcanzar la ventura que mostraban mis ojos, ni la grandilocuencia que desprenderían mis palabras. Siempre, a todas horas, había soñado con que algún día llegaría ese momento.

Pero cuando pasaban los días como páginas en blanco y no encontraba el momento ni la excusa perfecta ni el arrojo suficiente para largarme, Lejos, California y Florida parecían distanciarse cada vez más como si fueran territorios que pudieran moverse y tuvieran vida propia y siempre se desplazaran en una dirección que parecía alejarles de mí para siempre y en esos momentos todo parecía venirse abajo, todos mis sueños y toda mi vida, como si de un castillo de naipes se tratase, parecían derrumbarse con estruendo y estupor. Otras veces fantaseaba con encontrarme paseando por las playas del Pacífico o presenciando una puesta del sol en el Golfo de México y nada me hacía más feliz que pensar que todo estaba alcance de mi mano, que aquel horizonte dorado estaba mucho más cerca de lo que parecía. Cualquier día de estos, sin ni siquiera hacer la maleta, me plantaré allí, me decía a mí mismo antes de que dejara de soñar despierto y a continuación me marchara a mi casa sin querer pensar en nada más. Lejos era el reto y la meta y nada ni nadie me podía hacer perder el tiempo. A veces también pensaba que si merecía la pena sacrificarlo todo para llegar a algunos de esos lugares ya que sentía que apenas disfrutaba de lo que hacía ni de lo que tenía aquí donde vivo, mis amigos eran lo mejor aunque no formaban parte de mis sueños, era extraño nunca les veía a ellos y tan solo me veía a mí, ni tampoco veía ninguno de los hermosos entornos que frecuentaba cotidianamente, pero como ya os he comentado, no me encontraba nada mal, pero nada parecía lo suficientemente importante como para motivarme y dejar de pensar en que tenía que llegar lejos. Incluso en alguna ocasión confundía si Lejos había dejado de ser un lugar para convertirse en un todo en mi vida, como si no existieran otras cosas u otros alicientes. ¿Quería llegar lejos a nivel profesional? ¿Quería llegar lejos a nivel personal? ¿O simplemente quería irme lejos para averiguar qué es lo que quería hacer con mi vida? Muchas eran las preguntas y todo lo confundía y en mi cabeza todos esos “Lejos” se convertían en una amalgama de sentimientos imposibles de separar ni de entender. En cualquiera de los casos, siempre acababa sentado en la cortada de La Muela, desde donde todo parecía posible y al mismo tiempo nada parecía real.

Una tarde de esas en las que dejaba que mi imaginación volara libre y desmesurada en La Muela, como solo la imaginación sabe hacerlo, me sorprendí sonriendo. Sin saber muy bien por qué me vino a la cabeza un recuerdo insignificante, una de esas cosas cotidianas sin importancia que no requieren de mucha explicación ni nadie entendería como yo mismo o como el que las vive en primera persona, porque lo que me hizo gracia quizás para otra persona no la tuviera tanto. La cuestión era que la tarde anterior habíamos estado unos amigos en el merendero de mi casa cenando y cuando fui a servir el vino se me derramó un poco en la bandeja de las patatas con sangre que había preparado. Creí que nadie me había visto, tan sólo había sido unas gotas, pero cuando alcé la vista con todo el disimulo que pude la mayoría de mis amigos estaban hablando sin percatarse del desliz salvo Isabel que en ese momento me sonrió, consiguiendo, sin que fuera su pretensión, supongo, que me pusiera nervioso y derramara buena parte de la botella de vino en el plato de quesos que tenía al lado, entonces sí, llamando la atención de todos asistentes. Las risas fueron generalizadas y las chanzas también. Isabel y yo nos conocíamos desde pequeños al igual que casi todos mis amigos y habíamos compartido muchas tardes de merienda como esa, pero aquel momento me vino a la cabeza como algo especial que me hizo sonreír e incluso soltar alguna carcajada. De hecho, miré a un lado y a otro porque pensé que cualquier persona que me estuviera observando pensaría que me había vuelto loco, pero por suerte no había nadie por los alrededores en ese momento. Cuando dejé de reírme pensé que aquel instante me había hecho muy feliz y que seguramente habría sido más bonito si lo hubiese podido compartir con alguien. Y ese alguien no podía encontrarse muy lejos; desde luego no allí donde yo nunca había estado pero donde siempre había querido ir, estaba seguro. Por mucho que yo insistiera en que eran los lugares más maravillosos del mundo, ese alguien no podía estar allí. Quizás, al igual que yo, nunca había estado ni en California ni en Florida con lo cual ya tendríamos algo en común y, quién sabe, quizás podíamos empezar compartiendo el mismo sueño al que perseguir hasta atraparlo entre nuestros brazos entrelazados. Aquel inesperado recuerdo que dibujó una sonrisa en mi cara consiguió desviar mi atención de aquellos parajes lejanos para darme cuenta de que aquel lugar en el que me encontraba, aquel lugar que siempre me había servido de compañía e inspiración, aquel lugar que había sido mi refugio y al que hacía mucho tiempo que no prestaba una especial atención, pero al que acudía casi a diario y al que se conocía desde tiempos pretéritos como La Gran Florida del Duero no tenía nada que envidiar a ningún otro lugar por muy lejos que estuviera. Esa tarde al volver a mi casa no sentí que tenía que irme lejos, de hecho, aquella noche me acosté deseando que llegara la tarde del día siguiente para volver a la Muela. Sentía que le debía algo a aquel recodo del río Duero que había formado parte de mi vida y, como a mi propia vida, no le había prestado el debido interés. Aquel lugar, pensé, era casi perfecto para poder vislumbrar un futuro brillante como el sol al atardecer un día de agosto. También pensé que cuántos miles de personas querrían quedarse en este lugar si lo conocieran como lo conocía yo, para ellos este lugar sería Lejos. Pensé que quizás era un afortunado, claro que sí. Quizás, al fin al cabo, Lejos se encontraba muy cerca de mí, cerca del lugar donde había nacido y cerca del lugar que me había visto crecer. Quizás a mis amigos tampoco les encontraría lejos y quizás volvieran a formar parte de mis sueños y también quizás este lugar sería perfecto del todo si la próxima vez que volviera a sonreír no tuviera que mirar a ambos lados ya que cerca de mi estaría la persona con la que disfrutaría el resto de mi vida en mi Lejos particular.

Parque de La Muela

 

Author: Castronuño

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