Los versos invisibles de José Carlos Iglesias Dorado.

Acaso el monje había traído guardada en su maleta una sustanciosa gavilla de poemas. Árboles, ríos, rocas y pájaros, insectos y anfibios, atardeceres y lunas llenas, inmortalizados en versos levísimos, casi invisibles.

Pasos en la Piedra. José Manuel de la Huerga (1967-2018)

 

 

Dicen que el aleteo de una mariposa flotando en el balcón de tu ventana puede provocar un terremoto en Tokio. También dicen que una poesía bella y sincera puede cambiar el corazón de las personas. La mañana que Manolo Arandilla se acerca al Duero para despedirse, ninguna mariposa se une a él. Si, en cambio, la poesía. Manolo lleva trabajando como bibliotecario en su queridísima Aranda natal más de treinta años. De eso, precisamente, se despide, llegada ya la feliz y merecida hora del retiro.

Y qué mejor forma de hacerlo que mediante un gesto, un gesto sincero y bello. Por eso esta mañana el poeta pedalea en su bicicleta negra hasta el parque del Barriles. Y después de unos minutos de abstracción saca algo de una de las alforjas. Se trata de una botella de plástico de color blanco. También extrae de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta un papel, que dobla meticulosamente. Por último tapa la botella y se queda esperando una suerte de inspiración divina.

Cuando esta llega, Manolo deposita suavemente la botella en la orilla del río, el padre Duero, que acaba de recibir con los brazos abiertos a uno de sus hijos menores, el Arandilla, en un acto de justicia poética pocas veces visto. Después de ver como el cauce del río devora la botella, el bibliotecario toma su bicicleta y se encamina a la zona del centro, en alguna de cuyas bodegas alguien le invitará a un trago de clarete, que por algo Arandilla es el más considerado poeta de la villa y al vino no le dice que no.

Por el tramo urbano el Duero discurre tranquilo y seguro, pues sabe que poco a poco irá adquiriendo fuerza y carácter. Atrás quedan el tío Juanillo y el puente de los Desesperados. Al salir de Aranda, la botella emprende un vertiginoso descenso por el cauce del río, ya en campo abierto, y escoltada por viñas a derecha e izquierda, por algún que otro pinar y por un ejército imperturbable de álamos enhiestos, fresnos solitarios y alisos combados.

Antes de llegar a Roa la botella es atrapada por una cuadrilla de temporeros que trabaja en los viñedos cercanos. Ellos también saben lo que es trashumar, mudar de patria. Uno de ellos la examina, y al ver que no contiene nada más que un triste papel, la vuelve a lanzar al río, con fuerza, cayendo en medio de la corriente y siendo succionada al momento. De esta forma continúa su curso, zigzagueando entre majuelos centenarios y tierras de labor hasta llegar a Pesquera, donde bordea el pueblo y las numerosas bodegas que en él se asientan.

Por aquí, el río transcurre retozón, como si quisiera jugar con el terreno, bandeando suelos arcillosos, horadando milenarias rocas calizas. En el monasterio de San Bernardo, en Valbuena, un monje que se encuentra paseando por la senda del Duero observa como un objeto se acerca flotando hasta la orilla. El monje lo acerca con su bastón, agarrándose a un sauce blanco. Después toma la botella y se sienta en un tocón cercano. Pero antes espera a que se seque. Entretanto se queda dormido, hasta que el sol se oculta y la noche empieza a caer sobre las vetustas piedras de cenobio cisterciense. Es hora de rezar vísperas. Al levantarse repara en la botella y la arroja de nuevo al Duero. Se da media vuelta y se dirige al monasterio, musitando para sí la famosa poesía de un fraile que le precedió hace siglos. “Que cansada la vida, la del que huye del mundanal ruido”.

Al día siguiente, en Tudela, la botella recorre el meandro que forma el Duero antes de partir en dos la población. Un niño la ve pasar por el puente y se lo indica a su madre “Mira mamá, una botella que va navegando por el río. Seguro que dentro hay un mensaje.” Esa misma tarde el niño lee en la biblioteca, junto a su madre, un cómic basado en La Isla del Tesoro, y por su cabeza desfilan las aventuras piratas de Jim Hawkings, Long John Silver y Ben Gunn.

Simultáneamente, y después de que el río rodee la ciudad para aparecer por tierras de Villanueva de Duero, donde reciba las aguas del caudaloso Pisuerga, un fotógrafo espera paciente a que las últimas luces del día empiecen a desvanecerse. Entonces habrá llegado el momento que ha elegido para inmortalizar las ruinas del monasterio jerónimo de Aniago. Con la última luz de la tarde hace una foto al río, los pinares como fondo. En ese mismo instante capta como la botella navega lentamente a través del Duero. Es solo un segundo de inmortalidad dentro de varios siglos de abandono. Las ruinas le esperan, aunque está seguro de que seguirán ahí mañana, pasado mañana…

Al día siguiente, después de una agitada noche en que apenas recorre unos kilómetros, la botella aparece en Tordesillas, donde el caudal del Duero muestra un río ya poderoso, porque la Villa del Tratado fue el sitio donde los poderosos, España y Portugal, se repartieron el mundo hace siglos. Ahora se reparten un tráfico incesante de camiones y turismos. La autovía, paralela al río en algunos tramos, hace de nexo de unión entre dos países. El río también aspira a hacerlo, pero más adelante, cuando la frontera parta en dos flancos las aguas del Duero/Douro.

Ajenas a estas divisiones geográficas, dos mujeres han salido a pasear por la vereda del río, como hacen todas las mañanas. Mientras van hablando de sus cosas una de ellas repara en un objeto que se ha quedado enzarzado en un recodo. La otra, presta y decidida, no tarda nada en empujar la botella con la rama rota de un árbol. Después lanza la rama al río y continúan hablando de sus cosas: la familia, el trabajo, los maridos… la rutina de vivir fluye lentamente en los pueblos castellanos, donde antaño el mundo se dirimía mediante un mapa.

Esa misma jornada en Castronuño, al mediodía, un pescador está recogiendo los bártulos después de una provechosa mañana. Tres carpas y un par de barbos aguardan en la cesta. Aún falta lo mejor, una botella de plástico que es arrastrada por la corriente y que recoge con la ayuda de una red. No le gusta al pescador que la gente lance cosas al río, y menos aún de plástico, tan contaminante, tan letal para las especies. En un gesto concienciado, echa la botella al maletero para depositarla en uno de los contenedores que el ayuntamiento ha instalado en las inmediaciones. Pero por pitos, o por flautas, se le va el santo al cielo y aparece por el bar, tan tranquilo, a tomar un vino y a contar cómo fue el día, rutina de pescador.

Por la tarde el hombre y su mujer viajan a Toro, al entierro de un amigo. De esta forma el pescador, sin pretenderlo, consigue que la botella salve en el embalse de San José, un obstáculo infranqueable donde hubiera quedado varada como una ballena. Después de salir de misa en la iglesia de Santa María la Mayor, y de dar el pésame a la viuda y a los hijos de su amigo, el hombre se aparta de la gente y se pone a caminar en solitario, compungido, hacia el mirador de Duero, y en ese momento empieza a recordar sucesos y anécdotas vividas junto a la persona que van a enterrar. Un gran pescador, como él. Entonces recuerda que aún lleva la botella de plástico en el maletero del coche. Nada más salir se detiene cerca del puente mayor, donde arroja de nuevo la botella al Duero. La mujer se lo recrimina. Él, que siempre es tan estricto en casa con lo de reciclar, evitar el plástico y los envases superfluos. El pescador duda unos segundos si explicar el porqué de su acción. Pero prefiere callar. Sabe que en ese silencio radica gran parte del éxito de su relación, de su filosofía existencial. Los pescadores somos gente silenciosa, piensa para sí. Y los dos continúan el viaje de regreso a Castronuño con un secreto más entre ellos.

Esa noche, en Zamora, lugar de niebla y de silencio arcano, un personaje novelesco, Germán Ojeda, siente un pálpito extraño en el alma y se pone en camino hacia la ermita de San Atilano. Desde allí, en un cerro, contempla la ciudad, donde el ladrillo mudéjar y la piedra han hecho que el tiempo se detenga. El río la rodea, silencioso. Los hombres desaparecen pero sus obras quedan entre nosotros.

Al día siguiente, en Fariza, un pastor que pace junto con sus ovejas en un prado cercano al Duero, observa como un martín pescador se zambulle en las aguas del río y atrapa limpiamente un pez. Estamos en los Arribes, que más adelante serán las arribes. Un artículo, una simple letra, puede cambiar un significado por completo. Es curiosa la metáfora de que cada provincia haya optado por un género. El Duero ha conseguido unir a todos y a todas.

La botella continúa su viaje, ya en territorio luso. En Porto Antigo, Fernando y Joao, dos hermanos portugueses, están en medio del puente de Mosteiro tirando piedras al río, como hacen todas las tardes después de salir de clase. Antes, en el colegio, han soñado con ser futbolistas, aunque la maestra ha intentado enseñarles una poesía de un poeta ya muerto hace tiempo. La poesía es para los muertos, ha dicho uno de ellos en clase y todos se han reído. El río es para los vivos, dice ahora su hermano, y los dos se ríen y lanzan piedras. Una de ellas está a punto de dar en el blanco. La botella sigue su curso por el Douro, en busca del mar. Aún falta el último tramo, hasta que desemboque en el océano.

La noche cae sobre Portugal y el Duero se torna silencioso y apaciguado. Tanto que hasta se puede escuchar en sus riberas ese leve aleteo de la mariposa iniciado en Aranda. Al siguiente amanecer la poesía acude a la cita con el poeta arandino. Muy cerca de la desembocadura, en la Praia das Pastoras, una mujer joven ha madrugado para ver amanecer desde ese punto en el que el Douro se mezcla con el océano y ambos se funden en un infinito azul celeste.

La mujer está leyendo un libro que tiene entre sus manos. Por un momento deja la lectura y se acerca hasta la escollera, donde el suave oleaje acaba de depositar una botella. Entonces cuando por fin esta se abre para extraer el papel contenido en ella. La mujer lo desenrolla y empieza a leerlo, en un idioma que no es el suyo pero que conoce perfectamente. Su cara se ilumina, como un sol de agua y cielo que abarca toda la península ibérica.

Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar

Que es el morir, allí van los señoríos

Derechos a se acabar e consumir

Allí los ríos caudales, allí los otros medianos

E más chicos, allegados, son iguales

Los que viven por sus manos e los ricos…

Al terminar de leer la mujer, taciturna, mira al océano y después toma un bolígrafo de su cartera y escribe, al dorso, unos poemas del libro que está leyendo.

Ó mar salgado, quanto do teu sal

São lágrimas de Portugal!

Por te cruzarmos, quantas mães choraram

Quantos filos envão rezaram

Quantas noivas ficaram por casar

Para que fosses nosso, ó mar!

 

Por último cierra la botella y la lanza con todas sus fuerzas al mar, mientras una solitaria lágrima resbala por su rostro. No hay mayor belleza en estos momentos que la suya. Y todas las mariposas del mundo revolotean alrededor escribiendo los más sinceros versos, los versos invisibles.

 

Author: Castronuño

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