Martín Sepúlveda de Javier Díez Carmona

El sol arranca destellos carmesíes de la punta de la flecha.

El día toca a su final. Los cirros dibujan siluetas esquivas y sombras que trepan por las fachadas de las casas y las copas dormidas de los pinos. Sombras a la medida de furtivos y rateros, de criminales de daga y embozo, o intrigantes de púrpura canónica.

Sombras acordes a los deseos de Martín Sepúlveda.

A su espalda, el bosque se prolonga hasta donde abarca la mirada. La luz de atardecer se filtra entre las ramas improvisando haces dorados y huecos de negrura donde resuena el hozar nervioso de los jabalíes. Pero nada de lo que se oculta en esa densidad parda, ya sean bestias al acecho o espíritus de muertos sin venganza, importa a Martín Sepúlveda, pendiente solo del momento en que Antonio de Fonseca y Ayala, Contador Mayor de Castilla y Capitán General del Reino, ofrezca desde la torre del castillo un blanco acorde a su ballesta.

A veces, entre las tinieblas cambiantes del follaje, le parece intuir el brillo falso de unos ojos castaños, el vuelo de una cabellera enredada con el viento, el sonido de la risa que le robó el corazón y la cordura. Pero es imposible. Mariela ya no existe. Mariela es solo humo, el capricho de una mente incapaz de resignarse al olvido. Mariela, la sonrisa que iluminaba su rostro cada vez que estrechaba al bebé contra su pecho, desapareció como desaparecieron sueños y esperanzas, barridos por la ambición de un niño con ínfulas de emperador, y el ansia siempre insatisfecha del Capitán General de sus ejércitos.

Hay movimiento en la primera de las torres. Un soldado se detiene y derrama un vistazo de hastío sobre los tejados enrojecidos de poniente.

Martín Sepúlveda improvisa una sonrisa, pero no queda alegría en el gesto de los labios.

Mariela era de Medina. Por ella, por la magia de esa mirada donde necesitaba beber para no ahogarse, cambió su Castronuño natal por la Villa de Ferias. Por ella abandonó el ejército y el blasón de los Fonseca, a cuya sombra enfrentó a los enemigos de la reina. Y gracias a ella, gracias al calor de su regazo, conoció el significado de la palabra paz.

Las ventanas más cercanas a la torre se tiñen de la luz cambiante de las teas. La comitiva que, con servil satisfacción, muestra al Señor la marcha de las obras, sigue de forma precisa los pasos previstos por el arquero. Ahora subirán a la torre, donde el amo de sus bienes y sus vidas disfrutará de un paisaje moldeado a su capricho. Y, satisfechos por su gesto aprobatorio, regresarán al refugio de sus propios cuchitriles.

Martín Sepúlveda espera con calma ese momento.

Le costó comprender lo que sucedía. Mariela y el bebé, débiles tras un parto más complicado de lo que la matrona quiso dar a entender, absorbían la mayor parte de su tiempo y sus esfuerzos. Por eso le sorprendió tropezar con el gentío que colapsaba la plaza, los bufidos de los caballos, los gestos adustos de los soldados aferrados a las picas como a restos flotantes de un naufragio, los estandartes del Capitán General del Reino ondeando al viento cálido de agosto. Despacio, pendiente de discusiones exaltadas, del nerviosismo de los alabarderos, de la tensión que espesaba el ambiente hasta hacerlo irrespirable, se abrió camino entre pieles sudorosas, ropas teñidas de polvo y lamparones, gritos y codazos. Las frases cazadas al vuelo, las inútiles llamadas a la cordura por parte de unos pocos, le ayudaron a componer la imagen de un drama inevitable.

El sol desaparece tras las olas de un océano de cerros envejecidos cuando, perfilada con su luz moribunda, distingue la silueta de Antonio de Fonseca. No importa que la noche se precipite a cubrir de negro y dudas la meseta, no importa que las sombras de criados y escuderos le rodeen en un baile absurdo de carroñeras ávidas de desechos. Martín Sepúlveda reconocería la arrogante figura de su Señor en la más profunda de las tinieblas.

Querían los cañones.

Todo se reducía a eso. El Capitán General del Reino necesitaba la artillería de Medina del Campo para vencer la resistencia de los comuneros, alzados contra la imposición de un monarca extranjero. Pero los vecinos no iban a permitir que las armas adquiridas para la defensa de la villa se usaran para asesinar a sus hermanos. Los vecinos, soberanos él mismo, como esos galdarros que derribaron su castillo para no ser jamás sometidos por señores de feudo y miseria, no ayudarían a emperadores sin vasallos contra pueblos henchidos de dignidad. 

Martín Sepúlveda sabía que Antonio de Fonseca no estaba acostumbrado a la desobediencia. Sabía que era testarudo, arrogante y violento. Sabía que la tozuda negativa medinense tendría consecuencias. Pero no podía imaginar que el hombre a cuyo lado combatió durante tantos años se atreviera a pegar fuego a la ciudad.

Es el momento. Cuando la obsequiosa comitiva regresa al interior de la torre, Fonseca dedica unos minutos a contemplar un paisaje añorado durante su exilio flamenco. Solo, y expuesto en pleno ocaso. Es el momento.

Algo se cerró en su garganta al escuchar los primeros gritos. Algo denso, frío como una premonición. ¡Hay fuego en la zona de San Francisco! Allí, junto al convento donde almacenaban el género los comerciantes, estaba su casa. La casa donde Mariela, debilitada tras el parto, descansaba en compañía de su hijo.

El pueblo olía a ceniza, a madera quemada, a ruinas y frustración. Un viento árido de estío inundaba de humo y pavesas unas calles que, a Martín, jadeante en una carrera contra la muerte, se le antojaban cada vez más largas y estrechas. Hombres de rostro desencajado, mujeres con niños a cuestas y ojos nublados de amargura, se cruzaban en su camino, obstáculos errabundos de miradas vacías y desolación en el semblante. Por fin, tras doblar la esquina del cenobio, por cuyas ventanas las llamas asomaban como la lengua bífida de un demonio, alcanzó la puerta de su vivienda.

Estaba ardiendo.

Una paz espectral inunda la villa y el bosque circundante. Desde la atalaya del castillo, Antonio de Fonseca se permite disfrutar unos segundos de una calma imposible en la Corte y sus intrigas, seguro de que en la fiel Villa de Coca no necesita protección alguna.

Cerca, mucho más cerca de lo que el Capitán General pudiera sospechar, Martín Sepúlveda encuadra el blanco en la mira falsa de su iris, confirma la trayectoria de la flecha, y acaricia la llave con un dedo.

La casa era un infierno.

El fuego se propagaba por los tejados empujado por un vendaval hediondo a futuros calcinados. El humo envolvía la planta superior en negros nubarrones que se precipitaban en busca de un firmamento donde a nadie importaba el infortunio de los mortales. El edificio gemía en un lamento de vigas consumidas, de pilares vencidos, de suelos hechos brasa y paredes incandescentes. Y por encima de los aullidos mudos de la vivienda, Martín escuchó el grito de una mujer.

El grito de Mariela.

No pensó en nada. No pudo pensar. Protegiéndose con el brazo del aliento de la bestia, abrió la puerta y contuvo la respiración mientras la primera vaharada golpeaba los restos marchitos de su esperanza.

El calor era insoportable. En sus brazos, en el rostro y las piernas, la piel comenzó a levantarse en grandes burbujas que al reventar creaban cráteres ácidos de hiel. Los pulmones parecían mustiarse a cada inhalación, los ojos le ardían y el cabello crepitaba como rastrojo el día de la quema. Era imposible que Mariela siguiera con vida y, sin embargo, sus alaridos repicaban en el hueco de su cráneo.

Entonces se desplomó el techo.

Antonio de Fonseca y Ayala, Señor de Coca y Alaejos, Contador Mayor de Castilla y Capitán General del Reino, contempla el crepúsculo con una sonrisa de añoranza satisfecha.

Martín Sepúlveda dispara.

La flecha traza una mortífera línea invisible. Martín sigue su vuelo con la respiración contenida y el recuerdo de Mariela en el envés de las pupilas. Solo se permite una sonrisa en el momento en que la saeta alcanza el pecho del Señor de Coca, una sonrisa efímera como el tiempo que el proyectil tarda en atravesarlo y perderse en la noche sin que Antonio de Fonseca haga gesto alguno de dolor.

Despacio, sintiendo en los brazos el peso inerte del fracaso, baja la ballesta y contempla un infinito distorsionado por lágrimas imposibles. La flecha, tan irreal, tan incorpórea como él mismo, no puede saciar la sed de venganza nacida de sus últimos estertores, abrasado vivo por las mismas llamas que acabaron con su esposa y su bebé.

«Pero todo llega», piensa mientras el castillo, el bosque y la efigie de su enemigo se diluyen en la bruma del pasado.

Algún día, Antonio de Fonseca morirá.

Y Martín Sepúlveda estará ahí.

Esperando.

Author: Castronuño

Compartir este Post en

Escribir un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *