Silencios elocuentes

I Concurso de Relatos Breves de la Biblioteca Municipal de Castronuño

Título: Silencios elocuentes

Autor: José María Rodríguez Sánchez

Categoría 4 (Adultos)

 

Silencios Elocuentes

 

Tendidos en un pequeño claro en el que han renunciado a arraigar el cantueso y las aulagas, pero rodeados de ellos, en el mirador de “la Muela”, con la impresionante majestuosidad de la dehesa a un lado, y el embalse de San José al otro, disfrutan otra tarde más de sus infinitos silencios, sólo rotos por el monótono y, a veces agobiante, canto de las chicharras, ocultas por las mieses alimonadas, que presagian un inminente cambio en su cromatismo, caminando, inexorablemente a su cosecha. Para ninguno de los dos han sido nunca incómodos o comprometedores estos silencios, pues ambos los aprovechan para realizar increíbles viajes, con su imaginación, o incluso intentando hacer descarrilar sus realidades, como prueba inequívoca de rebeldía, ante unas imposiciones de la vida, dolorosas y estigmatizantes, y demostrar, con ello, que hay veces en las que la vida nos permite hacerle burla, y sacar de ese carril determinista, decisiones caprichosas de la misma.

Venancio e Izan llevan un indeterminado número de tardes coincidiendo en el mirador, prodigio de la naturaleza, concretamente desde que la primavera decidió tender su manto multicolor, apartando el monocromatismo del invierno y ofreciendo a la vista de todo el mundo un espectáculo de imágenes y sonidos que atraen, como si se tratase de las sirenas de Ulises, a todo aquel que tiene la suerte de deambular por estos parajes.

Coincidieron una tarde, por puro azar, cuando cada uno de ellos trataba de poner una banda sonora a su infinita soledad, no desdeñada, sino todo lo contrario, añorada y deseada como válvula de escape de las infinitas imposturas, y toleradas hipocresías puestas en escena por la mayoría de las personas que les rodean. Esa tarde apenas hablaron unas palabras, que sirvieron para, poco más, que intercambiar sus nombres, pues ambos habían cruzado alguna vez sus miradas por el pueblo, y, enseguida comprendieron que eran mucho más cómplices sus silencios que sus conversaciones, pues curiosamente, y tal vez como señal evolutiva, desarrollaron una extraña capacidad para comunicarse por telepatía, a través de sus pensamientos, algunos de ellos curiosos y brillantes, y otros prácticamente inconfesables.

Venancio había nacido en Castronuño en los años de la maldita postguerra, esos años que marcaron huellas indelebles en las vidas de las personas que tuvieron la mala suerte de asomarse a la vida durante su transcurso. Esos años en los que las dentelladas del hambre, la necesidad, y el miedo tallaron, para siempre, con poderoso cincel, la personalidad y el futuro de una generación que, en su transcurso vital, acabó dándose cuenta de que, casi su única finalidad en la vida, había sido trabajar, ahorrar y pasar todo tipo de necesidades, cuyo objetivo fuera dejar a sus descendientes una “vida mejor”.

Aún permanecían vivos, en su memoria, los recuerdos de los años en los que las labores del campo se hacían con un método que hoy se hubiera calificado como arcaico. Desde la siega, para la que recordaba las cuadrillas de segadores gallegos que llegaban al pueblo, cuando las mieses cambiaban de color, pasando por el acarreo, en aquellos carros, que sujetaban los haces con las barcinas de esparto, hasta la trilla, con la pareja de mulas y los trillos de pedernal llegados de Cantalejo, en esas tardes abrasadoras, mientras algunos dormían la siesta.

También recordaba, con agrado, las sesiones de baile que se organizaban en el pueblo, por las fiestas de San Blas, amenizadas por “Los Lorens”, y, en el transcurso de las cuales, nunca tuvo los arrestos suficientes para sacar a bailar a ninguna moza, por el terror que le suponía enfrentarse a una negativa, que podría haber sido interpretada por los mozos de su edad como un fracaso más que sumar a los muchos que acumulaba, en el transcurso de sus atrevidos juegos de mocedad. Este retraimiento de su carácter le llevó a que, en su intmidad, se plantease el sentido de su sexualidad, y más tarde, a la conclusión de que éste tenía bastantes tintes de indeterminada.

Convencido de que su futuro, en el pueblo, tenía mas oscuros que claros, pues con la progresiva mecanización del campo, las tareas serían desempeñadas, cada vez con menos mano de obra, y espoleado por las difíciles relaciones que se presagiaban con los mozos de su edad, en el pueblo, a mediados del siglo XX, se marchó a la ciudad, en la que se colocó como portero de finca urbana, en un bloque de pisos de la creciente burguesía urbana.

El forzado exilio le sirvió a Venancio para que, en lo sucesivo, en el pueblo se le conociera por el mote de “el emigrante”.

Su vida, en la ciudad, transcurría de forma monótona. Sus conversaciones se limitaban a las de protocolo, con los inquilinos del bloque, y a los infinitos monólogos que mantenía con las palomas del parque, mientras las echaba migas de pan, en los ratos libres que le permitían su labor en la portería. A veces cambiaba de escenario, y se iba a la estación, se sentaba en la sala de espera, y disfrutaba viendo el trasiego de viajeros. Su imaginación gozaba atribuyendo destinos y biografías al caudal humano que fluía, indiferente y presuroso, por el vestíbulo. Era, decía él, su novela.

Izan procedía de la vecina localidad de Villafranca, donde habían nacido sus padres, y hacía poco que se trasladaron a Castronuño, donde sus padres trabajaban en una finca, distante unos tres kilómetros del pueblo. Su padre como tractorista y encargado de cuidado del ganado porcino, y su madre se encargaba de todas las tareas de la casa, incluídas las compras y el resto de tareas domésticas. Izan era el único hijo del matrimonio, y ya desde pequeño, mostraba tendencias a huir de la compañía, y a preferir la soledad y el aislamiento. Se pasaba muchos ratos jugando sólo en la explanada de la finca, y fue la maestra del pueblo la que orientó a sus padres, para que llevaran a Izan a un especialista en conductas infantiles, que tras varias sesiones le diagnosticó con una palabreja, que los padres no entendieron, y que al niño se le quedó grabada, pero no sabía  distinguir si la palabreja era un nombre propio, o, tal vez el infinitivo de un verbo.

En el colegio, sus compañeros pronto se dieron cuenta de que Izan era el blanco ideal en el que descargar sus bromas, más o menos pesadas, más o menos denigrantes, y se convirtió en la víctima de todas las collejas, salivazos, motes, encerronas, y alguna que otra broma, que dejaba de serlo porque le provocaba heridas y, sobre todo, humillación.

Quedaban con él por las tardes para, según ellos, jugar y le indicaban un sitio distinto al que, en realidad se citaban todos, que permanecían escondidos, viendo como, tras un rato de espera, Izan se volvía a su casa con las manos en los bolsillos. Le metían ratones en la cartera, le hacían trepar a los árboles con el pretexto de explorar nidos en los que, previamente, habían metido culebras y le colocaban trampas en el camino que tenía que seguir para ir a la finca, que le provocaron heridas en los tobillos y en las espinillas.

Él nunca dio importancia a estas cosas, que consideraba que eran parte del juego y, por ello, no consideró de utilidad comentarlas en la escuela ni en casa.

Tan sólo en una ocasión, las bromas pesadas que sus compañeros le gastaban le causaron un profundo disgusto. Fue el primer día, después de las vacaciones de navidad, que volvieron a la escuela y todos los niños presumían de los estupendos regalos que  habían recibido de los reyes magos, en su mayoría el último modelo de smartphone, o de play station, cuando le preguntaron a él cual había sido su regalo y contestó que un cuaderno de campo en el que anotar y dibujar las cualidades de cada una de las muchas especies de pájaros que poblaban la ribera. Recibió grandes risotadas y burlas, y lo que más le dolió fue que prendieron fuego a su cuaderno, aprovechando un descuido. El incidente le valió a Izan para, en lo sucesivo, soportar el mote de “el pajarraco”.

La mayoría de las tardes transcurrían en completo silencio, disfrutando cada uno de sus ausencias y comunicándoselas mediante ese código secreto e íntimo que habían desarrollado a fuerza de practicarlo, pero algunas tardes iniciaban alguna conversación. Una de esas tardes acordaron que la dedicarían a inventar palabras y definirlas, y en el futuro confeccionar un diccionario especial para ellos dos, y como fruto de esa actividad fueron naciendo vocablos, alguno de los cuales transcribimos a continuación:

RACIOCINISMO”- “facultad de la razón para convertirse en mentirosa y traidora”.

“RACISMA”- “ideología que defiende la superioridad de quienes tienen tendencia al separatismo y la división”.

“FILOFOBIA”- “esquizofrenia que se manifiesta en las relaciones humanas, cuando no tenemos claro si alguien nos cae bien o mal”.

Una tarde plomiza, en la que se podía presagiar, tormenta, y grillos y chicharras competían por poner la banda sonora al paisaje, ocurrió un fenómeno extraño y digno de ser estudiado, por la parapsicología. “El emigrante” y “el pajarraco” se quedaron profundamente dormidos, a la vez, y curiosamente tuvieron el mismo sueño: Soñaron que una gigantesca goma de borrar hacía desaparecer de la faz de la tierra todas las fronteras que los hombres habían levantado durante siglos. La repercusión del acontecimiento fue un impacto a nivel mundial, ya que supuso la desaparición inmediata de todas las fobias de las que era capaz el ser humano.

Llegada la noche, cuando ya podían verse los destellos de las luciérnagas, Venancio e Izan regresaron a sus respectivas casas sin tener la certeza de si habían despertado, o continuaban apreciando las mieles de su extraño sueño. Venancio, nada más poner los pies en el umbral de su casa, encendió su transistor “vintage” y enseguida comprendió lo ocurrido. El locutor acababa de dar la noticia del vuelco de una patera, en el Mediterráneo, y la muerte de varias decenas de personas, entre las que se encontraban bastantes mujeres y niños. A Izan, le dijeron sus padres que en un pueblo cercano, acababa de suicidarse un niño de 10 años, por no poder soportar el acoso al que sus compañeros le tenían sometido.

Ambos, “el emigrante” y “el pajarraco” seguían teniendo motivos para compartir sus silencios en las agobiantes tardes del verano de la ribera de Castronuño.

Author: Castronuño

Compartir este Post en

Escribir un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *