Un cambio necesario de Raúl González Sandonís.

Ya estaba en el coche, haciendo el camino de regreso a casa. La radio estaba encendida, él no la escuchaba. Seguía oyendo las palabras de la médica dentro de su cabeza: “no puedes seguir así, estás matándote lentamente”. Tenía razón y lo sabía, pero se había resistido a hacer caso de sus consejos. No era demasiado tarde, estaba a tiempo de cambiar.

A la mañana siguiente, tras una charla con la almohada (la única con la que podía hablar) tomó una decisión: marcharse de allí. Total, nada se lo impedía, había un par de compañeros de trabajo con los que tenía algo parecido a una amistad, a los que sí echaría de menos, pero siempre estaría la opción de visitarlos.

Que se iba estaba claro, a dónde, no tanto. Reflexionando vino a su mente un recuerdo, un recuerdo de la infancia. Esa etapa en la que todavía era feliz. En ese recuerdo estaba él en un pueblo, no recordaba el nombre, en unos toboganes por los que se lanzaba una y otra vez. Por más que lo intentaba, era incapaz de acordarse del nombre.

Cuando llegó a su casa, se dio a la tarea, en principio ardua, de localizar el lugar de sus recuerdos. No fue para nada difícil, sólo tuvo que abrir el navegador web y buscar “Toboganes pueblo de Valladolid” para encontrar lo que buscaba: el Complejo acuático Gran Florida.

 

Lo siguiente que hizo fue buscar un lugar para vivir en aquel pueblo, Castronuño. Después de una tarde de llamadas telefónicas, consiguió concertar una cita con un vendedor. “Es increíble lo rápido que está pasando todo”, pensó mientras se abrochaba el cinturón de seguridad y ponía rumbo a su destino (literal y metafóricamente hablando), aunque eso aún no lo sabía.

***

 Fue duro negociar con el vendedor, tuvo que hacer gala de sus mejores artes persuasorias para conseguir una rebaja en el precio establecido, “una grieta que tapar, unas ventanas que cambiar…”. Cuando hubieron formalizado el acuerdo, llamó a una empresa de mudanzas para que lo ayudaran a cambiar de vida.

Pasaron unas cuantas semanas, pero, por fin, pudo llamar a aquella casa recién adquirida “su hogar”. Cuando le dijo a su jefe que se iba, este lo amenazó con despedirlo, a lo que ni corto ni perezoso, respondió: “no le estoy pidiendo permiso, le estoy informando de que dejo la empresa. Aprovechando esta situación, es usted un imbécil”. El portazo que dio al salir resonó en toda la planta. Nunca se había sentido tan lleno de vida. Iba a ser verdad eso de que irse al pueblo le iba a venir bien. El problema: tendría que buscar otro empleo. Ya se las apañaría para salir adelante, llevaba haciéndolo más de media vida.

Una vez se asentó en el pueblo definitivamente, se centró en descansar, en vivir. Salía a pasear todos los días, quién no pasearía teniendo en cuenta los paisajes que tenía a su disposición. Decidió adoptar un perro, algo que siempre había querido hacer, pero se lo prohibía su contrato de alquiler. Ahora sería él quien decidiría cómo se debían hacer las cosas en “su hogar”.

Durante uno de sus paseos, se encontró con ella, la reconoció inmediatamente. Dicen que nunca se olvida al primer amor, qué gran verdad.

Empezaron a salir, para retomar una vieja amistad tras más de dieciséis años de separación. Entre cafés y charlas resurgió una llama. No, no resurgió, pues nunca se había apagado. Decidieron dar un paso más e irse a vivir juntos “Qué irónico – pensaba él– más de diez años viviendo en una ciudad con más de tres millones de habitantes y nunca he tenido una relación seria. Me mudo a un pueblo que no alcanza los mil, y la encuentro”. Nunca se había sentido tan lleno de vida. Iba a ser verdad eso de que irse al pueblo le iba a venir bien.

Después de un año subsistiendo gracias a sus ahorros y a la prestación por desempleo, encontró un trabajo. Otra ironía se presentó en su vida: la distancia que tenía que recorrer era casi el triple a la recorrida desde su domicilio en Madrid hasta su lugar de trabajo, tardaba la mitad de tiempo en llegar.

Fueron pasando los meses, llegó septiembre. Nunca había podido estar en las Fiestas de Castronuño (siempre había tenido que regresar antes, para atender sus obligaciones académicas). Cuando era pequeño, no tenía ninguna red social; no podía ver la cantidad de fotos y vídeos que se suben a ellas casi instantáneamente. Fue lo mejor, hay cosas que se tienen que ver en directo. Los sentimientos, la atmósfera que se respira, no se puede comprender mirando una pantalla.

El pueblo le había devuelto algo que le fue arrebatado hace muchos años, la felicidad, comprendió que no debía aferrarse al pasado, sino al presente y a su futuro más inmediato. Un futuro que nueve meses después llamaría a su puerta.

***

No sé las veces que he podido escuchar esta historia a mi padre, se repite mucho, creo que es por la edad. Ahora tengo que dejar de escribir, mañana va a ser un gran día; mañana tengo que recitar los Versos y debería dormir algo (o, al menos, intentarlo). Me he tomado una cantidad ingente de tila, pero no consigo relajarme. Esta sensación es algo increíble, jamás he vivido nada parecido. Oigo a mis padres decirme que me vaya a la cama, de nuevo… Nunca me he sentido tan llena de vida. Es verdad eso de que vivir en el pueblo es bueno para la salud.

 

Author: Castronuño

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